Deseo y posibilidad
Una historia de las notas de la Doctora Calvin
(cap.2)
Si no hubiese sido por el detalle antropomórfico en la cabeza, esos ojos despiertos y fijos en un solo punto, cualquiera pensaría, al ver la máquina en esa posición e inactividad, que el robot se encontraba apagado.
Caspio notó la armazón de metales y cables que conforman aquello que él debe asociar con la palabra 'cuerpo'. Notó la pigmentación marrón de sus ojos así como los dos abismos que eran sus pupilas. Se percató de las dimensiones de esa estructura llamada cabeza, y poco se sorprendió por la luz verde que provenía de la sección posterior; el hardware espectral nunca cesaba de trabajar ni porque estuviera de cuclillas.
El robot no tenía inconvenientes para ver, sentir y percibir la ligera contracción de la goma instalada en la mandíbula. El vidrio que acapara la mayor parte de una de las paredes le permitía observarse por completo. Es muy probable, debido a su propia naturaleza, que mucho antes de captar otros datos referentes a esa torcedura en la zona baja de la cabeza, su cerebro positrónico ya hubiera respondido al estímulo con palabras como: ‘una sonrisa amistosa’, y quien sabe con qué otras… una sonrisa amistosa, y sabrán que no soy capaz de hacerle daño a una mosca.
- ¿Puede vernos? – dijo una de las dos voces detrás del vidrio.
- No sea ridículo. Podrán ser complejos, pero tienen sus límites.
- Pero, digo… es la manera en que dirige la mirada hacia acá. Además, explíqueme, ¿qué es eso? ¿Una sonrisa? – la voz se quebraba después de cada palabra.
- Le diré algo capitán. La máquina no puede vernos detrás del cristal, sus ojos no están diseñados para eso. De lo que sí puede estar seguro es que la máquina intuye, casi que está convencida, de que aquí, detrás del vidrio, está un policía, está alguien de U.S Robots, y es posible que también sepa que esos personajes esperan a alguien más.
- ¿Cómo es que lo sabe doctor… a propósito, ¿estamos esperando a alguien más?
- Lo sabe porque existen quien sabe cuántas referencias, en la historia de estas salas prehistóricas, que le aseguran a su cerebro que si alguien termina en un lugar como este es porque, primero, ha hecho algo reprensible socialmente; segundo, siendo una estación policial es evidente que detrás de cada pared o vidrio siempre encontrará un policía, y regularmente será un policía gordo; y tercero, es imposible que siendo él lo que es, no haya nadie que no esté velando por sus acciones… dijo usted algo de la sonrisa, ¿no es así? Sonríe para que nosotros concluyamos en que no existe motivo para pensar que él es un peligro. Él quiere lucir, digamos, amigable… ¿No recuerda los viejos programas de televisión? Es muy probable que su cerebro ha dado con la referencia popular de una vieja película llamada Psicosis, ¿sabe de qué le estoy hablando? – El policía negó con la cabeza. Su tamaño y grosor lo hacían parecer de una generación de la que él no sabía nada – En resumen, capitán, y esperando que pueda usted quedarse en silencio, eso es lo que sucede con la máquina.
- Doctor Allen – insistió el policía –, le faltó responder a una de mis preguntas.
La puerta de la sección de observación de la Cámara se abrió. El Dr. Allen pertenecía al grupo de académicos, abundantes en la U.S Robots, que coincidían en que la Dra. Susan Calvin era uno de los grandes genios de la corporación. Ellos estaban de acuerdo en que la carrera profesional de ella estaba cargada de coherencia, dotada de una inusual dirección en la búsqueda de trabajar y entender a los robots, cualidades que, en casos como el de Allen, faltaban y que se compensaban con una tendencia al capricho, la improvisación, la ambición y las buenas relaciones. De manera proporcional a esta admiración consensuada, él y el grupo de académicos también coincidían en que Susan Calvin era un enorme grano en el trasero; y solo cuando era posible hablar del tema, sobretodo en reuniones y fiestas a las que la doctora nunca asistía, todos pensaban que solo la fealdad de Calvin podía competir con su inteligencia.
En el caso de la Dra. Calvin, la organización de la realidad era más simple: estaba ella, los robots y el mundo; y este último, casi siempre, era un fastidio.
- Allen, Capitán… – Entró la Dra. Calvin extendiendo el brazo y con la mano abierta; quería el informe policial.
El capitán de la comandancia no espero confirmación del Dr. Allen. El fofo policía percibió en el tono de la voz y en la impresión total de los gestos, y sobretodo, en la manera curiosa en que caía un mechón de cabello en la frente de la Dra. Calvin, que estaba frente a una autoridad; ante la única autoridad capaz de explicar lo que estaba en el archivo que le entregó en el acto y lo que estaba al otro lado del cristal.
Ni Allen le dirigió la palabra, ni Calvin buscó la manera de recibirla.
Él no estaba dispuesto a escuchar sus predicaciones, pero más aún, no estaba dispuesto a reconocer que él y su proyecto se encontraban en la posibilidad de estar y ser un error. La doctora Calvin, como experta en robopsicología, se opuso desde el principio al proyecto de KPHAXTIO 102. La experiencia nos ha mostrado Allen que incluso con la limitada capacidad perceptiva de los robots, aún en modelos hartamente arcaicos, la estabilidad de la Ley puede verse modificada por la impredecible interacción que esta alcanza con el violento caudal de normas y casualidades del mundo natural, y ni se diga del nuestro. ¿A qué nos atenemos si hacemos que un robot no solo pueda identificar su alrededor sino que también pueda sentirlo... y no solo sentirlo, sino sentirlo todo, sentirlo con esa intensidad que usted y sus esbirros proponen?, dijo la Dra. Calvin al Dr. Allen dentro de una de las frías salas de la U.S Robot ocho meses atrás.
El archivo policial se encontraba en papel. La comisaría en la que se encontraban, en la lista del progreso, probablemente estaba al final.
Susan Calvin leyó detenidamente, ni siquiera prestó atención cuando le ofrecieron café y unos bocadillos. Las hojas hablaban de Bárbara Stefano, una chica de 23 años de edad. Estudiante de historia que recientemente se había visto cautivada por los cruces de su carrera y la psicología; una asociación más orientada al paranoidismo que a la ciencia. Trabajaba en una librería en la que tenía un bondadoso descuento cada vez que compraba un libro. Vivía sola y amaba a los animales pequeños, sobretodo esos que suelen soportar el olvido y los descuidos. El único día libre que tenía en la semana lo ocupaba para caminar y evitar pensar o hablar con personas; adecuado descanso para un vida que en ocasiones le resultaba mecanizada. Bárbara Stefano recibió, veinte días atrás, un modelo KPHAXTIO 102. Sus padres, a varios kilómetros de distancia, pensaron que su niña necesitaba algo de compañía. Antes solían decir que no era bueno que un hombre estuviera solo, y por eso la gente se casaba. Recuerdos que ahora parecen cuentos. Lo único que puedo decirte hija, es que la soledad no es buena para nadie, frase recurrente con la que el padre finalizaba la comunicación con su hija a través del implantador de videollamada que ella cargaba en su bolsa.
Bárbara Stefano a penas tenía tiempo para otra cosa que no fuera su rutina; si hubiese sido más abierta con su interior, es decir, si compartiera más de sus pensamientos o emociones, a lo mejor sus padres tendrían claro que su hija ni siquiera tenía tiempo para la soledad.
El día que Bárbara decidió romper su rutina y darle espacio a la sensación de soledad, fue por estar aburrida, por estar cansada... fue por un hombre y por un poco de eso que los cuerpos, entremezclado con pocas ideas y muchas emociones, suelen necesitar cada cierto tiempo.
Bárbara Stefano quedó embarazada a consecuencia de irrumpir en su programa semanal.
La Dra. Calvin se detuvo varios minutos observando la colección fotográfica del archivo. El suelo del piso de la chica fue encontrado manchado en rojo. Las fotografías que habían sacado de ella la mostraban en el suelo, tendida como si por fin encontró el perfecto sueño en el cual quedarse y no despertar a su demandante realidad. El color de la superficie era el mismo color de su ropa; y entre más cerca del estómago, más oscura era la coloración. Mientras la doctora Calvin inspeccionaba las fotografías, Bárbara Stefano yacía encamada en el hospital, sin otra preocupación que la de dormir. La criatura de su embarazo ya no estaba con ella; ahora era parte de las pequeñas porciones del grueso color rojo en el piso de la habitación.
- ¿Porqué lo hizo? La primera Ley dice que ‘Un robot no hará daño a un ser humano, ni, por inacción, permitirá que un ser humano sufra daño’. ¿Porqué lo hizo? – El Dr. Allen le hablaba al reflejo de Susan Calvin en el cristal. Ella ni siquiera lo escuchó, siguió leyendo el archivo.
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