sábado, 28 de mayo de 2022

Revolviendo en el baúl del uruguayo Mario Benedetti

Por María Delfina Pirez. 




Quisiera comenzar este post contándoles del libro de Mario Paoletti: “El aguafiestas”, que es la biografía de Mario Benedetti donde salen algunas de las cosas que me parecen de interés para entender su obra. 

Va en fotos tomadas con el celular, el Identikit, que ocupa las primeras páginas del libro. El segundo capítulo son los recuerdos de la infancia y lleva por título: “Los verdes años”.


“Mi padre era un tipo decente, buena gente. Pero también es cierto que en su pasión por lo correcto había un destello de terquedad. Algunas veces uno no sabía si estaba siendo digno o simplemente porfiado. Aunque en esto de los ejemplos morales, yo soy de los que creen que es mejor que sobre y no que falte.”


A Mario Benedetti le habrán de apasionar, andando el tiempo, estas fronteras entre lo excelso y lo no tan excelso. ¿Dónde está el límite entre la dignidad magnífica y la obstinada terquedad? Y aunque no tuviera que ver con su padre, sino con él: ¿en qué momento la prudencia se puede transformar en cobardía?

Su padre había sido estafado, intentó sobreponerse hasta que las deudas eran impagables. Prefirió el debacle económico a llamar a los acreedores y aceptar la quiebra. Las consecuencias de esa decisión fueron catastróficas. Emigrar a la capital, primero a un barrio alejado llamado Colón, de gente obrera, que en la memoria del matrimonio de Matilde y Brenno, sus padres, permanecería eternamente unido al recuerdo ominoso de la estafa tacuaremboense y de sus consecuencias. Para Marito en cambio, Colón habría de ser un lugar que recuerda con cariño y del que escribió: 


“Cuando solo era un niño estupefacto, viví durante años allá en Colón en un casi tugurio de latas. Fue una época más bien miserable. Pero nunca después me sentí tan a salvo, tan al abrigo, como cuando empezaba a dormirme bajo la colcha de retazos y la lluvia poderosa cantaba sobre el techo de zinc”.













Luego de trasladarse a Montevideo e ir superando la crisis económica contando ya con un trabajo seguro, el Sr. Brenno envió a su hijo Mario al Colegio Alemán, ya que tenía una profunda admiración por el espíritu científico de los alemanes. En Mario determinaría una buena parte de sus vocaciones.

Viajaba en tranvía, tomaba el de las 6:15 am., horario para gente estoica, razón por la cual había siempre dos pasajeros, un viejo bajito y honorable, de traje oscuro y barba canosa, que jamás lo miraba y Mario. 


“Parecía arrancado de una foto antigua, tomaba en realidad el tranvía en una esquina del siglo diecinueve, pero vino a ocurrir que por casualidad viajé junto a mi padre y este me dijo señalando al vejestorio: ‘ese es el poeta nacional: Don Juan Zorrilla de San Martin. Nada más ni nada menos’… mire usted lo que son las cosas…”

“Desde entonces el tranvía errante sigue galopando en la niebla de la memoria y en la niebla de Montevideo con un Zorrilla viejo y un Benedetti niño, capítulo 3 y 7 de la historia de la literatura uruguaya, juntos pero solos y sin que Mario pudiese comprender jamás para qué coño habría de necesitar levantarse tan temprano el poeta nacional en ese tramo penúltimo de su cándida gloria”.



Del Colegio Alemán tomaría de los alemanes el gusto por el trabajo bien hecho junto con la virtud/manía de la puntualidad. Aunque en los códigos del colegio, él por no ser alemán, era de segunda categoría. Sufrió discriminaciones odiosas que maduraron en él el odio por toda discriminación. 

Concurrió de los nueve a los 13 años, en 1933, cuando lo obligaron a hacer el saludo de brazo extendido, el saludo nazi. A pesar de la determinación del padre de que debía salir, logró convencerlo de terminar ese año.

Mario confiesa sentir pena por aquel Mario niño. Por aquel Marito niño que tuvo rondas y triciclos, la amistad con el perro de la vecina y el dulce juego con sus trenzas, pero su infancia fue otra cosa: 



“La crueldad dulzona de los mayores, la caída de las primeras máscaras, la vertiginosa temporada del pánico y la vergüenza de sus primeras prácticas masturbatorias, la gallina asesinada por la buena parienta que lo arropaba por la noche, la palabra cáncer. Es también aquella bombita que cuando apagaban la luz, los abrigos se transformaban en hipopótamos o en un enorme toro que lo mira con los ojos de su abuela Pastora, [que había sido bastante tóxica para la familia].”

 

“Mario Benedetti se ha pasado la vida pensando /temiendo que algún día, más tarde o más temprano, tendrá que entrar a saco en su podrida infancia y hacer el inventario de toda esa miseria.”


El abuelo de Mario, también Brenno, también químico y de yapa, astrónomo, regenteaba en otro departamento (Mercedes) una estancia que era tan grande como el de una provincia belga. Los días en Mercedes fueron dulces y felices y repletos de estímulos literarios, porque en aquella hacienda, hasta solo 50 años antes, todos los trabajos habían sido desempeñados por esclavos africanos. Todavía se conservaban las cavernas donde habían vivido los tigres que utilizaban para atemorizarlos.







Este abuelo italiano que había emigrado a Uruguay siguiendo los pasos de Giuseppe Garibaldi (un aventurero que había contribuido en Italia a su unificación y vino a Montevideo a ponerse al servicio del partido colorado en la guerra grande) relata Benedetti, fue quien más influyó en su formación moral.

En Mercedes también vivía la tía Flaminia, que era muy católica. 


“La tía Flami vivía en el paraíso, en una chacrita cerca del Río Negro, en el que se podía pescar en bote. El tío Danilo, hermano de Flami, se tiraba al agua sin que Mario lo viera y le enganchaba mojarritas en el anzuelo para que se creyera un gran pescador. Entre la casa y el río había muchos y altos arboles y a Mario le encantaba perderse por la orilla del río sabiendo que nadie podría seguir sus pasos. Descubrió que esa soledad le gustaba. Fue esta una de las pocas veces que Mario, animal urbano, pudo escuchar, ver, oler, palpar y gustar de la naturaleza. Le sorprendía que los pájaros se le acercaran tan campantes y pensaba entonces que quizás lo confundían con un arbolito o con un matorral.”
También gozaba con los movimientos de los árboles, al impulso de la brisa, que parecían hacerle cabeceos de complicidad. A veces se apoyaba en alguno de los más viejos y la corteza rugosa le trasmitía una comprensión casi paternal.

“Repasar la corteza de un árbol experimentado -escribirá Mario Benedetti 45 años después, ya en el exilio-, es como acariciar la crin de un caballo que uno monta a diario. Se establece una comunicación muy sobria.” Y llegaba a la extraña conclusión de que al fin de cuentas tal vez no fuera aburrido ser pino o eucaliptus.

La tía Flami se planteó que su sobrino montevideano tenía que tomar la primera comunión. El padre de Mario creía en alguna clase de Dios, pero no soportaba ni a las iglesias ni a los curas. Sopesó las influencias maléficas y benéficas, y al final autorizó: “dale el gusto”. El evento se realizó en una Iglesia de Punta Carretas en el barrio donde vivía Mario. Ahí los curas los domingos se recogían la sotana y jugaban al fútbol con la muchachada del barrio.


La tía Flami se planteó que su sobrino montevideano tenía que tomar la primera comunión. El padre de Mario creía en alguna clase de Dios, pero no soportaba ni a las iglesias ni a los curas. Sopesó las influencias maléficas y benéficas, y al final autorizó: “dale el gusto”. 

El evento se realizó en una Iglesia de Punta Carretas en el barrio donde vivía Mario. Ahí los curas los domingos se recogían la sotana y jugaban al fútbol con la muchachada del barrio.


La comunión fue debut y despedida, de manera que tía Flami insistía en que debía volver. Decidió darle el gusto y confesarse. No se le ocurre nada mejor a Mario que hablar en la confesión del suicidio del presidente Baltasar Brum, que era del partido colorado y el cura le contesta que no mencione a ese hereje que a estas horas debería estar retorciéndose en las llamas del infierno. Enterado el padre de eso, partidario del difunto, no permitió que fuera más a la Iglesia.


La segunda infancia de Mario se arrastró con más pena que gloria, marcada por las lecturas, la falta de amigos y de juegos. Los ñoquis, las milanesas, las empanadas y la pizza. También las albóndigas una preferencia de Mario. 

La comida era una prenda de unión habitual entre los Benedetti. Sobre todo el arroz con azafrán y el dulce de zapallo, que Matilde (la madre) y Brenno su padre, devoraban. Casi todas las reconciliaciones de la pareja habían estado ilustradas por el dulce de zapallo. La venida de su hermano había amainado bastante la crispación doméstica.

El padre murió de cáncer a los 72 años y la madre sobrevivió hasta los 88. Siempre recelosa de los cambios, se pasó sus últimos años sentada para el mismo lado junto a la ventana. Era tan reacia a los cambios que cuando quisieron regalarle una licuadora, dijo: “El día que en esta casa entre una licuadora yo me voy”. Era gran lectora de diarios y revistas, y después te los contaba. Escribió algún que otro poema.

“Un día me mandó uno. Se llamaba: ‘La gota de rocío’, romántico al estilo Becquer. No estaba nada mal. Lo que más le molestaba a mi madre era que el viejo se mantuviera en silencio. Porque ella era del modelo parlanchín y él del modelo callado”.

“Mi padre era un demócrata. En los años 40 cuando llamaron a voluntarios para la Segunda Guerra Mundial, papá y yo nos presentamos para pelear contra los nazis y un día hasta desfilamos”.