Desde el umbral del portón veo al anciano regordete sentado en la silla, a la sombra de la ramada de güisquiles, con una botella de gaseosa al pie, media pieza de pan dulce en la mano y la otra mitad esparcida en migajas en el suelo. A sus noventa años, apenas distingue la silueta de la joven muchacha que su familia ha contratado para cuidarlo, pero la escasa visión le basta para asestarle al paso una certera nalgada.
—¡Estese quieto don Nacho!
—Sentate aquí mamaíta, platiquemos, ¿cómo decís que te llamás?
—Estoy ocupada, ¿no ve que estoy barriendo para que usted esté en lo limpio?
—Si yo ya no miro nada, ¡solo a vos! Vení, sentate, ¿querés coca cola?
—¡Viejito pícaro!, ¡déjeme trabajar! Todavía le tengo que hacer el almuerzo y ya se me hizo tarde.
—¡Vení cipota, vos me ves así viejito, pero yo estoy bien arrecho todavía!
El tío Nacho es el hermano menor de mi bisabuelo y el último sobreviviente de esa generación. Llevo varios días planeando visitarlo, pero el tiempo y la rutina siempre conspiran para que uno mantenga a sus viejos en un culposo e injustificable abandono.
—Buenos días Juliana, buenos días tío Nacho.
—Buenos días don Quique, pase adelante.
Juliana me acerca una silla junto al viejo, que sin decir palabra y con gran esfuerzo intenta en vano reconocerme.
—¿Ya no me conoce tío? Soy Quique.
—¿Quique?, ¿y de quién sos hijo?
—Mi mamá es Delmy, la hija mayor de Marcos, el hijo de Adrián, su hermano.
—Ah, sí, Adrián, ya me acordé. Mi hermanito...
—¿Y cómo ha estado tío?, ¿cómo se siente?
—Jodido hijo, vieras que aquí no me dan de comer.
—¿De veras? Yo lo veo bien comido y bien cuidado. Ahí están haciéndole el almuerzo.
—Y ya uno de viejo solo es dolamas. Vieras cómo me cuesta levantarme, no tengo nada de fuerza en las rodillas, necesito unas vitaminas.
—¿No que bien arrecho pues? Ahí lo vi cuenteando a la Juliana hace un momento.
—No hijo, eso no. Yo toda la vida le he sido fiel a la Josefa.
—Digamos que le creo, pero la tía Josefa ya hace bastante que está en el cielo.
—Pero yo siempre he sido un santo varón. En mi vida nunca hubo otra mujer aparte de la Josefa.
—¡Vaya cosa, y yo que siempre pensé que usted había sido un gran pícaro!
—No, ese era Adrián. Mi hermano si fue jodido mirá, ¡el acial de las mujeres!
—¿Usted no?
—No, yo sigo siendo un santo varón…
Juliana se acerca con una pequeña mesa individual que coloca frente al viejo. Luego, mientras extiende sobre ella un colorido mantel, el tío Nacho la busca con su mano temblorosa y la acaricia torpemente desde la cintura hasta la cadera.
—¡Don Nacho!
—¿Qué fue mamaíta chula?
—¡Deje de andar de pícaro!
—¡Aquí quedate cosita, conmigo no te va a faltar nada!
—¡Qué señor este, por Dios!
En el rostro del viejo se leen todas las versiones: el niño travieso, el adolescente perverso, el machista heredado, el abusivo socialmente aceptado, el mujeriego orgulloso de serlo, el marido enfermo de celos, el obseso vigilante de sus hijas, el viejo verde y el mil veces reverdecido hasta la mismísima demencia senil; todas las inocencias y todas las culpas, todos los pecados y todos los perdones.
—Ajá tío Nacho, me decía que usted siempre le fue fiel a la tía Josefa.
El viejo muda de su rostro la sonrisa libidinosa, enarca las cejas, suspira hondo e inclina la cabeza con santurronería.
—Toda la vida hijo... ¡toda la vida fui un santo varón!
0 comentarios:
Publicar un comentario