sábado, 18 de enero de 2020

Narraciones CBE: Medio huérfana



La tarde de fines de septiembre en que volvieron del cementerio bajo aquel torrencial aguacero, Esteban y Margarita habían hablado muy poco y nada cordial. Aquel diluvio de proporciones bíblicas había pasado con la misma rapidez con que llegan y se van las cosas impetuosas y violentas pero, todavía un año después, sus corazones seguían empapados y abatidos, compartiendo un mismo sufrimiento que padecían alejados el uno del otro, en el claustro del silencio. 

Esteban la miraba esperando un puente que Margarita no parecía interesada en volver a tender. De hecho, había sido ella quien lo había derrumbado de manera estrepitosa, descargando sobre él todo el peso de sus acusatorias palabras. 

—¿Era tan difícil estar más presente en sus últimos días?
—Perdoname hija, es verdad que debí haberla cuidado más… esto es… es muy duro.
—No es a mí a quien debe pedir perdón, sino a ella. ¡Dios sabe cuánto hizo por usted en todos estos años, como para pagarle de ese modo!
—Yo nunca fui tan fuerte como tu madre… no podía. Y era demasiado doloroso… yo no soportaba verla así...

No mentía. Esteban era un sujeto melancólico y sentimental, al que la suerte había marcado desde muy temprano para sufrir de muchas maneras. Sus padres murieron cuando él apenas contaba siete años y, en el proceso de encontrarle un hogar, las autoridades lo habían separado de sus tres hermanos. Desde entonces fue dando tumbos por la vida sin encontrar su lugar. Se hizo hombre entre carencias y padecimientos, evasiones y vicios, dolor y soledad. La improductiva búsqueda de un asidero, evidenciada por una interminable seguidilla de cambios y mudanzas, lo había llevado de la capital a una ciudad del interior, a los Juzgados de Paz donde laboraba como ejecutor de embargos y desalojos. ¡Cuántas veces lloró Esteban con la gente a la que debía aplicar la ley, confiscando sus propiedades o sacándolos a la calle! En vano intentaba borrar de su mente aquellas expresiones desesperadas y suplicantes, escondiéndose en las fauces de la noche, disolviendo la memoria en cada trago, en cada bar. 

Y fue en el implacable ejercicio de sus labores que Esteban conoció a Imelda, la excepcional mujer que luego se convertiría en su compañera para toda la vida. Imelda no salía de su asombro cuando vio al joven empleado judicial conmovido hasta las lágrimas, pidiéndole perdón a su familia por verse obligado a desalojarlos. 

No guardó hacia él ningún rencor. Las inusitadas vueltas de la vida hicieron que coincidieran de nuevo en el vecindario de Esteban, donde ella conoció de cerca aquel triste guiñapo que había perdido todos los depositarios del amor que tenía para dar, y al que la vida había puesto en la ingrata situación de causar dolor a otros. Contra viento y marea, incluso con el repudio de su propia familia, Imelda se decidió a quererlo, arroparlo y restaurarlo. 

La maestra de primaria y el empleado judicial se hicieron viejos juntos. Margarita llegó cuando la posibilidad de tener hijos ya se veía lejana, imposible. La niña creció bajo el riguroso régimen de la madre y los laxos consentimientos del padre. No pasó mucho tiempo antes de que Margarita, que se parecía a Imelda en lo fuerte más no en lo comprensiva, comenzara a experimentar una suerte de rechazo hacia aquel padre tierno y cariñoso, ese viejo a veces divertido que cantaba y silbaba tangos y rancheras mientras tocaba un bandoneón imaginario, pero que se sumía en hondos silencios y desaparecía de la escena cada vez que alguien enfermaba en casa. Cuando Imelda enfermó de gravedad, Esteban se tambaleó desde sus cimientos y volvió a ser el mismo sufridor empedernido de sus años tempranos.

—Usted ha sido un desconsiderado. Mi madre enferma tuvo que conformarse con las migajas de atención que usted le daba, y aun así ella nunca dejó de verlo con ternura. Y yo… yo estoy cansada. Es doloroso cuidar a alguien que agoniza, pero además es terriblemente desgastante. Una también se muere un poco.
—No sabés cuánto lo lamento hija...
—Yo lo lamento más. Si ya era inevitable quedar medio huérfana, a veces me pregunto por qué... ¿por qué se tuvo que morir ella primero? 

Trece meses después de las punzantes palabras de aquella fecha dolorosa, el día de los muertos se instala en el año antes de que el suelo del cementerio pierda la humedad de los últimos aguaceros. Y allá va Margarita, cruzando el largo pasillo de limpiadores y pintores de lápidas, entre vendedores de flores naturales y artificiales, hojuelas, empiñadas, conservas de fruta y churros españoles, en medio de juegos mecánicos, loterías y lectores de la suerte, adentrándose en el sendero del camposanto que la conduce hasta la tumba de Imelda.

—¡Cómo me hacés falta madre... cómo te extraño! —exclama a causa de la pena que le oprime el pecho.— Estoy perdida y no encuentro el rumbo. Si tan solo… si tan solo tuviera tu consejo, tu sabiduría… tu claridad.

Margarita hace una oración, coloca unas flores sobre la tumba y emprende el camino de regreso. Sale del cementerio apesadumbrada y confundida, como si recién volviera del funeral, pasando sin enterarse por el corredor de las ventas y distracciones. De repente, un hombre le sale al paso y corta su trayectoria. Tiene un paño en el piso, y sobre él unos camafeos y cartas del Tarot

—Te regalo una pregunta: ¿por qué no lo perdonás?
—No sé de qué me habla.
—A tu padre, ¿por qué no lo perdonás? 

Margarita se queda de una pieza. No se detiene a cuestionar, validar o negar los poderes y conocimientos de aquel extraño. Su mente vuela más allá, hasta identificar en aquella pregunta una respuesta: el ansiado consejo de su madre. De súbito piensa en sus desplantes, en sus palabras afiladas, su hiriente silencio, su presencia espectral en casa y su accionar mecánico. Recuerda las miradas de su padre que ha estado soslayando todo este tiempo, su afán por evitarlo, por no verlo a los ojos, por no escuchar su vergonzoso llanto en las madrugadas. De golpe llegan a su mente un sinfín de imágenes de Esteban. El viejo intentando sin éxito reparar el grifo del lavabo o alguna falla eléctrica en casa, construyendo para ella una piscucha bastante chueca que no volaría, llevándola a la última función de la película que ya todos sus amigos habían visto, despegando unos chocolates derretidos que traía para ella en la bolsa de su camisa, preparando el desayuno un domingo e imitando a Chaplin mientras lo servía, tocando el bandoneón de aire y cantándole a su madre 'El día que me quieras'. Y la sonrisa cómplice de Imelda, todas y cada una de las veces. Esteban era el hombre triste que había hecho feliz a su madre, ¿y por qué negarlo? Era el padre imperfecto que también la había hecho feliz a ella.

Margarita vuelve a casa a abrazar a su viejo, a mirarlo por primera vez con los ojos comprensivos e indulgentes de su madre, a pedirle perdón y a perdonarlo, a descubrir que la carga que oprimía su pecho no era otra cosa que el perdón retenido y a entender que si bien era innegable que ella estaba medio huérfana, no era menos cierto que su padre estaba viudo por completo.

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