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Sentado en la barra de un bar de Huelva, el viajero melancólico da hondas caladas a un cigarro y se traga sorbo a sorbo la oscuridad de una cerveza. Hace algunos minutos que el ambiente se nutre con la música que nace de la guitarra desvencijada de un viejo vagabundo. El melodioso lamento que emana de la caja de madera es mágico y envolvente. La ejecución raya en una pulcritud inusual, teniendo en cuenta que viene de dos fuentes inesperadas: un instrumento muy deteriorado y un virtuoso en claro desperdicio. La melodía llena los vasos y se mezcla con el humo. Las notas que surgen de las cuerdas se vuelven sentimientos que galopan desbocados por todo el recinto, imprimiendo en cada alma la marca de sus cascos. Ni siquiera alguna falseta mal venida desentona en ese armónico derroche de recuerdos olvidados, sueños truncados y razones incomprendidas.
Demasiado espectáculo para un bar de poca monta —piensa el hombre de la barra—, demasiada alma para tan poco cuerpo, demasiado flamenco para los oídos ensimismados de ese público escaso y desabrido que nunca dio palmas, zapateos ni compás; demasiado arte para mal venderlo por unos pocos duros.
Al terminar la pieza, el viejo se pasea por entre las mesas en busca de unas monedas de reconocimiento. Lo escuchado es impagable. El turista presiona su cigarro contra el cenicero, pone en pausa la cerveza, hurga en su abrigo y se vuelve para extender al vagabundo su buena voluntad.
Al tiempo de encontrar la expresión agradecida en aquel rostro tímido y lleno de años, el viajero descubre, maravillado, que la gastada guitarra del maestro solo tiene tres cuerdas…
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