domingo, 12 de enero de 2020

Narraciones CBE: Gelato


La vieja y concurrida cafetería del centro de la ciudad ve pasar el día mientras los clientes se reemplazan unos a otros en sus mesas. No es una ocasión memorable. Es apenas un día neutro sin prisas ni esperas, sin calor ni frío, sin pena ni gloria. Una de esas fechas tan insulsas y grises, que bien podrían perderse en el limbo de un veintinueve de febrero de memoria esporádica y fácil olvido.

No hay forma de que el viejo grande y gordo de cabello cano, barba gris, frente amplia y arrugada, nariz prominente y ojos lánguidos, amplificados de manera caricaturesca por unos gruesos lentes de carey con mucho aumento, pase desapercibido en un día como este. Tiene sesenta y ocho años pero está hecho un niño. Es evidente cuánto disfruta de su cono de barquillo atiborrado de helado. La enorme bola es cremosa pero consistente, el oscuro chocolate corona su amarga pureza con la salsa de caramelo que se adhiere en el frío copete, demorando en escurrirse. Y el voluminoso viejo se lo traga con fruición, diríase que se lo come con el cuerpo entero, con todos los sentidos.

Está solo, se pensaría que haciéndole tiempo a algo o a alguien. Sin embargo se le ve pleno. En este momento parece estar celebrando un feliz encuentro orquestado por el destino: la pecaminosa comunión del paladar y el chocolate, entregados con libertad y sin pudor al amor eterno y al placer infinito.

Los postreros mordiscos al barquillo parecen poner fin al festín de sabores y sensaciones. O no. El viejo aspira profundamente, arquea la espalda y se soba la barriga. Luego se pone de pie y se dirige de nuevo a la barra de helados.

Regresa a su mesa, ubicada de forma estratégica frente al mostrador, y se entrega de nuevo a la faena, esta vez con una colosal bola de helado de yogur con frutos rojos. La suave textura del yogur con nata extra, contrasta con la carnosidad de las jugosas frambuesas, moras y arándanos de intenso color, cuyos halos rojizos se expanden en el blanco lácteo ungido con una sugestiva salsa de fresas. Extasiado, el viejo entrecierra los ojos en cada lengüetazo y mordisco.

Las miradas curiosas a su alrededor se transforman en murmuraciones y risas por lo bajo. No falta quien susurre al de la par que aquel es su segundo barquillo. En realidad no es tan llamativa la cantidad sino la forma. El viejo gordinflón devora su helado con la misma naturalidad desinhibida del tierno infante que ha descubierto precozmente el placer de tocarse aún con inocencia y delante de quien sea, sin morbo ni erotismo, tan solo por mera gratificación.

Y ante el pasillo de mirones, la enorme figura desfila de nuevo hacia el mostrador. La dependiente, sobrepasada, le sirve su tercera orden sin verle nunca a los ojos: una espectacular bola de helado de café y vainilla, combinación de dioses permisivos y decadentes, llevada a su máxima expresión por una generosa cobertura de chispas de chocolate. Esta vez también pide agua embotellada.

—​¡Por Dios, se va a infartar!
—​¡Qué barbaridad, ya no deberían venderle más!
—​Pobre señor, va a terminar diabético...
—​Algo le preocupa al viejo, yo como por ansiedad cuando algo me preocupa.
—​¡Ese gordito es de Record Guinness!
—​El viejo debe estar tratando de llenar un vacío emocional, a lo mejor tiene alguna carencia.
—​Se ha dado una escapada el gordito, seguro su familia no le permite comer tanto y tan dañino, y ahora se está desquitando.
—​Le habrán diagnosticado alguna cosa terminal y, ya sin remedio, ha decidido darse la gran vida lo que dure.

El simpático vejete culmina la tarea. Se saca los lentes y los pone sobre la mesa, se recuesta en su silla, estira las piernas y acomoda un pie sobre el otro, al tiempo que coloca ambas manos sobre la panza con los dedos entrelazados. Tiene las chapas coloradas, la expresión tranquila y los ojos adormecidos. En su frente sudorosa casi puede leerse la palabra satisfacción. 

Hace tiempo que el médico le advierte con insistencia que debe bajarle a la ingesta de helados o no durará. 

No quiero durar, quiero vivir —​piensa el viejo para sí—​. Cuando se tiene un vicio y una razón, no es tan difícil elegir entre el veneno y la sed. 

Después de unos minutos se pone los lentes, se incorpora (esta vez con menos entusiasmo) y se ajusta la hebilla del cinturón. La gente a su alrededor observa expectante.

—​Grazie mille!
—​Gracias a usted don Giuseppe, que le vaya muy bien.

El gordo Giuseppe camina lentamente hacia la salida de la cafetería. Se detiene en la puerta y aspira profundo. Lo que ve no es el parqueo del establecimiento ni el San Salvador de hoy, sino el viejo puerto napolitano y el mar Mediterráneo de otros años lejanos. No se siente un viejo de sesenta y ocho, sino un niño de seis, el mismo que seguramente volverá presto cuando escuche de nuevo el llamado.

—​Eh Giuseppe, andiamo, la mamma ha preparato gelato!
—​Seeee, gelato dalla mamma, io ne voglio tre!

Giuseppe cierra los ojos y mira correr emocionado a aquel pequeño gordito. Lo ve feliz. Está feliz.

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