domingo, 2 de febrero de 2020

Narraciones CBE: Coronado



El molesto zumbido en su oído derecho va y viene con intermitencia, acompañado de extraños crujidos y crepitaciones. A veces suena como una hoja de papel al estrujarse, en otras se asemeja al chasquido que provoca un objeto al caer en el agua. Por lo general, la sordera no es silencio y casi siempre es ruido. Está harto de eso. Está harto de muchas otras cosas.

Visiblemente indignado, Coronado cierra el periódico, se yergue, alza la barbilla con severidad y dirige una mirada fija al recuerdo, sin parpadeos. Expresión seria, postura firme, vista al frente. Lo bien aprendido no se olvida nunca.

—En mis tiempos no se toleraban estas mierdas —, ​dice a propósito de las malas noticias en los periódicos de 2014.

La figura esbelta y el porte marcial esconden bien sus noventa años. No se encorva jamás. Camina derechito y sin rechistar por la empinada cuesta de la calle Ceiba. Mira perfectamente sin anteojos, viaja en bus sin desubicarse nunca, sigue el fútbol nacional sin perder detalle y conversa sobre cualquier tema con marcado entusiasmo, gran lucidez y buena memoria. Al verlo erguido y enérgico, no cuesta nada imaginarlo en uniforme de faena, haciendo guardia en el cuartel del Primer Regimiento de Infantería, setenta años atrás. Su mirada ausente ya ha cedido el espacio para que en sus ojos se recree con claridad el año 1944.

El joven soldado se forma junto al resto del regimiento derrotado. Aún está aturdido y sordo a causa del estallido de un obús que impactó a pocos metros de su posición la noche anterior. Han pasado dos días desde el inicio de la fallida insurrección contra la dictadura del General y los oficiales en rebeldía finalmente se han rendido.

Desde el día anterior se rumora que el enemigo envenenó las tuberías que llevan el agua hasta el cuartel y Coronado no ha bebido el vital líquido. Tiene mucha sed y el intenso calor de abril solo empeora las cosas.

El Lincoln verde matrícula 01 ha llegado escoltado hasta el cuartel hace poco menos de una hora y el General ha ingresado a las instalaciones. Ahora el regimiento se dispone a escuchar con atención el mensaje del dictador.

—Yo lo vi pasar frente a la formación —​contará Coronado muchos años después—​. Así era mi General —​dirá alzando la mano derecha hasta señalar aproximadamente un metro sesenta y cinco—​, ¡pero así los tenía! —​asegurará cambiando la seña por otra en la que parecerá que sostiene dos rocas, una en cada mano.

​"Este día las Fuerzas Armadas leales al Gobierno han derrotado a los traidores y recuperado el control. En las próximas horas todo volverá a la normalidad. Ustedes no tienen de qué preocuparse. Un soldado está para cumplir las órdenes que recibe de sus superiores, y eso es precisamente lo que ustedes hicieron: cumplir órdenes. Son los que dieron esas órdenes quienes deberán responder por su falta. Todos ellos serán castigados por el grave delito de traición a la patria."

El General dejará el poder solo un mes después, pero Coronado nunca podrá olvidarlo. Las cosas buenas y las malas, lo son en la medida en que se les compara con otras. Y a lo largo de las próximas siete décadas, Coronado verá subir y bajar una veintena de presidentes, un largo rosario de ineptos, incompetentes y corruptos; cinco golpes de Estado, seis Juntas de Gobierno, una guerra civil, cuatro severos terremotos y un sinfín de destructivos huracanes, tormentas tropicales e inundaciones. El sencillo, porfiado y perseverante Coronado tendrá toda una vida para acostumbrarse al zumbido, resistir la sordera y soportar el ruido. 

Para su fortuna, tiene recuerdos que grabó fuerte y claro, palabras que reproduce una y otra vez en la memoria con alta fidelidad y gran definición, como la indeleble voz de su madre que se apagó para siempre en 1995.

—​Coro, ¿te acordás del palo de mangos que hay en la bajada, ya llegando a la casa del finado Loncho, allá por el pozo?
—​¿Ah?
—​¡Qué hombre más sordo!, ¡te estoy preguntando si te acordás del palo de mangos que está en el lindero con el terreno de Loncho, por el pozo!
—​Perdone mamá. Sí, seguro que me acuerdo de ese mango.
—​Me trajeras uno hijo… tengo bastante de no comerme un mango de esos, ¡tan buenos!

El Coronado septuagenario sonríe ante la petición de la anciana. Han pasado más de quince años desde que comenzó la guerra de 1979, cuando tuvieron que huir hacia la capital, dejando atrás el pueblo, la casa y aquel árbol de mangos. Le alegra que este sea uno de esos pocos días en que la viejita lo reconoce y habla con él de manera coherente. Por la tarde irá a comprar frutas al mercado y le dirá a su madre una mentira piadosa.

—​Seguro mamá, yo le voy a traer uno de esos mangos.

Imposibilitado para escuchar el barullo exterior, llevando a cuestas apenas sus propios ruidos, Coronado deambula por el bullicioso mercado en busca del encargo hasta encontrarlo. Hará lo que sea para tratar de complacer a la viejita, la mujer que llevó todas las cargas sin importar cuán pesadas fueran; que le dio todo cuanto pudo y le enseñó el amor por el trabajo honesto desde muy temprana edad. No es nada común haber cumplido setenta años y aún tener a su madre con vida. Coronado toma cada día como una nueva oportunidad para demostrarle su gratitud, aun cuando la mayoría de las veces ella ni siquiera recuerda su nombre. 

La búsqueda es exitosa y Coronado encuentra el mango perfecto. El rey de los frutos tropicales, cuya cáscara recrea, como en un lienzo impresionista, el desenfoque gaussiano de un cielo que se enciende en un intenso rojo, deviene a granate y se difumina sobre campos verdes y amarillos, está justo en el punto intermedio entre sazón y maduro. La anciana recibe el mango con ambas manos, premia a su hijo con una mirada de gratitud y sonríe mientras contempla el hermoso ejemplar. Algunas veces basta un estímulo como ese para que el olvido le dé una tregua a la memoria. 

El Lincoln verde se detiene en el camino de tierra. El hombre en el asiento trasero ha ordenado al conductor que espere hasta que crucen la calle una mujer y su hijo de unos siete años, quienes empujan con dificultad un pesado carretón repleto de mangos sazones.

—​¿En cuánto me da un par de mangos, señora?
—No es nada don, agarre los que le gusten.
—​El General me va a regañar si no le pago.
—​Dígale al General que yo me voy a resentir si no acepta mi regalo.

El conductor sonríe agradecido, escoge dos mangos, vuelve al automóvil y reinicia la marcha. Mientras pasan, el hombre en el asiento trasero cruza una mirada con el niño, le dedica una breve sonrisa, alza la barbilla y se despide haciendo el saludo militar. El muchachito lo mira perplejo.

—​Vámonos Coro, apúrese —​dice la mujer—​. Todavía nos queda mucho camino por andar...

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