El viejo Vitelio calcula que el equilibrio y las fuerzas no le bastarán para caminar hasta su casa. Dobla a la derecha en la siguiente esquina, entra a trompicones en la propiedad de Margoth, su sobrina, y se zambute como puede en la primera hamaca que encuentra en el corredor exterior. Ha estado bebiendo desde la noche anterior en la cantina del barrio central, que en estos días de feria cierra hasta la madrugada.
Aquejada por la fiebre y los severos malestares causados por un virus de estación, Margoth apenas escucha a los chuchos ladrando y los sonoros tropezones en la entrada. Luego de reconocer las ocasionales bullas etílicas del tío Vitelio, se queda tranquila y cae de nuevo en un profundo sueño que se prolonga por varias horas.
El sol ya está muy alto cuando Margoth comienza a escuchar un incesante barullo en el corredor.
—Sálvanos Señor… te rogamos Señor… te rogamos Señor… ¡Margoth, hija!, ¿y quién se ha muerto que no ha parado esa rezadera desde la madrugada? —grita el tío Vitelio desde afuera.
Margoth se levanta asustada, quita la tranca, abre la puerta y sale al corredor. Acostado en la hamaca, sudando la resaca, el tío Vitelio responde en cada frase con suma devoción. Margoth sonríe, ahora que el rumor que viene de la amplia galera del parque central le resulta suficientemente claro.
—Medio cuerpo de sirena, medio cuerpo de mujer. ¡La sirena!
—Te rogamos Señor.
—La botella del tequila, la botella del mezcal. ¡La botella!
—Te rogamos Señor.
—La estrella polar del norte, que no deja de brillar. ¡La estrella!
—Te rogamos Señor.
—Al borracho, mi compañero, ya se lo van a cargar. ¡El borracho!
—¡Lotería!
—Ah buen… pero que condenados hijos de su...
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