domingo, 23 de febrero de 2020

Narraciones CBE: La casa de la bruja


Con los ojos enrojecidos y llorosos a causa del humo que emana de la leña bajo el comal, el pequeño Beto espera enfurruñado a que la ña Herminia le despache las tortillas para la cena. Ir a la tortillería es una tarea que de verdad odia. Haría de buena gana cualquier otra cosa, preferiría llevar en el lomo una cantarada de agua, cargar las bolsas de víveres, pagar algún recibo o poner un telegrama... lo que fuera antes que ir por las benditas tortillas. El colmo de cumplir con aquella aburrida misión es que mientras espera, Beto debe elegir entre dos suplicios que le resultan igual de insoportables: mirar la telenovela en el minúsculo aparato blanco y negro colocado para entretener a la clientela, o escuchar los chismes que intercambian animadamente algunas mujeres del barrio.

—¡Dios santo, qué lleno está esto! —exclama al entrar una simpática señora de unos setenta años recién llegada al vecindario. Tiene la expresión amable y vivaz, se ha maquillado discretamente los ojos, la boca y las chapitas, y luce muy bien arreglado su pelo platinado y ensortijado. De estatura pequeña y porte respingado, tiene ese inequívoco aire distinguido de las familias adineradas venidas a menos. —¡Perdón que ni siquiera saludo!, ¡buenas tardes! Soy nueva en el barrio, mi nombre es Julia Manzanares, pueden llamarme Julita. Nos hemos mudado hoy a la casa que compramos a los hijos de doña Hortensia, que en paz descanse. Es la que está en la próxima esquina, a la par del vivero.

Las mujeres corresponden el saludo y le dan la bienvenida. Beto la mira con curiosidad y suspicacia. Siempre le ha dado miedo la vieja residencia de estilo colonial a la que todos llaman “la casa de la bruja”. Y doña Hortensia Benítez, “la bruja”, ya ni se diga. La misteriosa viuda se cubría la cabeza con un velo que apenas dejaba ver su rostro pálido y adusto, mientras su figura ganchuda desfilaba como un espectro silencioso cada mañana desde su casa hasta la iglesia. Siempre iba vestida de conjuntos negros y largos, alimentando con su oscura imagen cualquier cantidad de relatos de terror y leyendas urbanas que circulaban entre los chicos del barrio Belén y aledaños. Había muerto apenas un mes antes en la tétrica residencia. La parca la había encontrado en la más completa soledad, lejos de los dos hijos que por razones desconocidas se habían marchado de la casa varios años atrás.

La leña bajo el comal no está lo suficientemente seca y la humazón se vuelve insoportable. Doña Julita observa al pequeño Beto y se dirige a él con ese mismo tono amable y educado que ya ha comenzado a granjearle simpatías entre sus nuevas vecinas. —¿Te quieres ganar unas monedas? ¿Puedes esperar mis tortillas y llevármelas a casa?

Beto no está muy a gusto con la idea de ir a ese lugar horrible, pero ante la presión de las mujeres y la tentación de las monedas, no tarda mucho en aceptar. Julita Manzanares le da las gracias, se despide y sale del lugar. Camina la cuadra y media que la separa de su nueva casa, mientras sus sentidos se van adaptando a los ruidos, olores y colores del barrio, y ella misma hace un esfuerzo consciente por asimilar su nueva realidad. No tardan en acudir a su memoria los acontecimientos que fueron configurando su destino y el de su familia. Cuarenta años atrás, el doloroso deceso de su padre Valentín y la prolongada enfermedad de Rosalía, su madre, la habían obligado a vender una a una la mayor parte de sus propiedades.

Fue tal la gravedad de Rosalía que la previsora mujer comenzó a prepararse para lo peor, resolviendo todos sus asuntos pendientes y organizando con antelación su propio funeral. Julita vio con gran consternación como su madre elegía el color del fino ataúd que un maestro carpintero construyó especialmente para ella y escuchó con atención sus detalladas indicaciones de cómo quería que fueran la ceremonia y la sepultura. Finalmente, Rosalía pidió la visita del sacerdote para la que pensaba sería su última confesión y, una vez indultada, se dedicó a escuchar valses y a esperar la llegada de la muerte. 

Julita interrumpe sus recuerdos y cavilaciones al llegar a la verja de su casa. Luego se detiene en medio del sendero del jardín del frente, mira con detenimiento en trescientos sesenta grados y piensa en cuántas cosas deberá hacer en la propiedad para mejorar su aspecto abandonado y lúgubre. Da un profundo suspiro de resignación y entra en la casa, dejando abierta la puerta principal para cuando llegue el muchachito. 

—Vaya hijo, estas son tus tortillas y estas son las de la niña Julita—, dice por fin la ña Herminia.

Beto corre a toda prisa hacia la aterradora morada. El crepúsculo está llegando a su fin y le da escalofríos la sola idea de tener que entrar en la casa con la oscuridad de la noche ya establecida. Abre la verja, cruza los jardines exteriores y pasa por la puerta principal, que encuentra entreabierta. El salón está muy oscuro, apenas alumbrado por una luz lejana que viene de una de las últimas habitaciones del fondo. Los ojos del horrorizado Beto aún no se adaptan del todo a la penumbra. Las formas incomprensibles de las cosas a la sombra se convierten en figuras espeluznantes ante su mirada despavorida. Sobrecogido de temor, da unos pasos vacilantes y comienza a avanzar con lentitud, mientras grita con voz temblorosa.

—¡Las tortillaaas!, ¡se..señoraaa!, ¡ña Julitaaa!, ¡aquí le traigo sus torti…!

Beto calla abruptamente al chocar con un cajón grande y pesado que no alcanza a distinguir. Abrazado al mueble, comienza a rodearlo, a tratar de descifrarlo auxiliándose del tacto, mientras sus ojos ya comienzan a discernir lo que ven. La forma del ataúd ahora resulta completamente clara y definida a la vista del pequeño, que se ha quedado mudo y paralizado, a punto del desmayo.

A lo lejos se escucha un vals y la centenaria voz de Rosalía, que llega débil y meliflua desde la habitación iluminada al final de la casa.

—¡Aquí papaíto, entre hasta el fondo! ¡No se vaya a asustar con mi ataúd! ¡Julita, hija, vaya a recibir al niño por favor!
—¡Sí mamá, voy ahora mismo!

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