La madrugada avanza con desesperante lentitud mientras Félix mira al techo eligiendo las palabras. Ya ni siquiera lucha por dormirse. Tampoco se enoja a causa del insomnio como solía hacerlo antes. Sin posibilidad alguna de escaparse en el sueño, ahora debe enfrentar cada noche a sus demonios, los recuerdos y los remordimientos, y entregarse resignado a largas meditaciones y profundas reflexiones.
Ha pasado un mes desde el funeral de Lily. A partir de ese día ha visto a Guayo pasar frente a su ventana cada mañana. Más flaco y encorvado le parece, como si el peso incalculable de la pérdida le doblara la espalda sin la más mínima misericordia. Se conduele al verlo y de nuevo le invade un terrible sentimiento de culpa y vergüenza. No habla con Guayo desde hace cincuenta años. Ni siquiera en el cementerio pudo decirle nada. Se quedó paralizado y mudo frente a él, como pidiéndole permiso con la mirada para estar ahí, para acercarse, hasta que Guayo abrió los brazos para recibirlo. Tenía tanto por decir y no pudo pronunciar palabra mientras lo abrazaba con fuerza entre lágrimas y sollozos.
Una tímida claridad asoma finalmente por su ventana y Félix se levanta. Hace la cama, se asea y se viste en el mismo orden y con la misma disciplina de toda la vida. Corre las cortinas, quita el pasador y abre las persianas, dejando entrar de golpe el frío aire de diciembre y el contagioso olor a pan recién horneado que viene de la panadería de la esquina. Félix se pone el suéter, la boina y la bufanda y sale a la calle decidido.
Es más o menos la misma hora cuando, dos calles más abajo, Guayo se incorpora con cierta dificultad. Se queda sentado en el borde de la cama y sentencia su rodilla con un severo y repetitivo gesto con la mano derecha. El frío hace que le duela más de lo habitual. De seguro le tomará tiempo acomodarla hasta que entre en calor. —El muy burro —se dice—... a estas alturas de la vida ya debería haber entendido que es mejor dormir con pijama. Como si la Lily no me lo hubiera repetido por tantos años. Arregla su cama, se viste y comienza a caminar despacio para calentar la rodilla, mientras sacude con un trapo los adornos favoritos de Lily: unas Matrioskas, un joyerito de madera y un gato grande de cerámica. Luego limpia con especial cariño el cristal del retrato de sus bodas de plata. Las de oro no pudieron celebrarlas porque Lily ya estaba muy enferma. Recuerda que aquella mañana le llevó a la cama una tacita del arroz en leche que tanto le encantaba, se sentó a su lado, le besó las manos, se puso las gafas y le leyó unos versos de 'Altazor'. Ella lo premió con una mirada de gratitud y ternura, con el mismo brillo del amor de juventud.
Guayo regresa de la remembranza con los ojos vidriosos y una sonrisa boba en el rostro. —¿Quién vendrá a joderme el duelo tan temprano? —piensa al oír los golpes en su portón. Coloca el retrato de nuevo en su sitio, acomoda la rodilla y camina hasta el recibo. Apenas gira la portezuela con desconfianza pero abre bien los ojos con estupefacción, al descubrir frente a él al hombrecillo delgado, canoso, de gruesos lentes, bien abrigado y con una boina francesa, que sostiene con cierto nerviosismo una bolsa en una mano y un humeante vaso en la otra.
—Guayo, buenos días... perdoná que venga tan temprano... siempre veo que a esta hora pasás por mi casa camino a la panadería, así que me animé a traerte unos croissants y un café. Eso era lo que siempre pedías.
La expresión extrañada de Guayo se hace acompañar de varios segundos de silencio, que a Félix le parecen larguísimos. Superada la sorpresa y el desconcierto iniciales, Guayo se relaja y suspira.
—Funes el memorioso te decíamos... mirá que acordarte de mis gustos más de medio siglo después. Bue... gracias por traerme el desayuno. Pasá, sentate.
Guayo remueve algunos libros y Félix se acomoda en el primer sillón, discurriendo con la vista por aquella casa donde pasó mucho tiempo en sus años de juventud. Se habían conocido cuando Félix tenía diez años y Guayo catorce. La diferencia de edad no había sido ningún obstáculo para encauzar aquella amistad en la que el pequeño Félix parecía más maduro y prudente, mientras aquel Guayo adolescente venía dando trompicones por la vida después de la temprana separación de sus padres, acostumbrado a vivir por turnos con su madre, sus abuelos o sus tíos, expuesto a abandonos y maltratos, sin una casa fija ni una familia estable durante la mayor parte de su infancia.
Tenían incluso un cierto parecido físico que hacía que muchos pensaran que eran hermanos. Y eso fueron durante catorce años: los hermanos más entrañables e incondicionales. Hasta que conocieron a Lily.
—El otro día, en el cementerio... no supe qué decirte.
—No hacía falta. Estuviste y te lo agradezco.
—Llevo tiempo sin dormir, he ensayado mil veces lo que quiero decirte y, llegado el momento, no encuentro las palabras.
—Nunca tuviste ese problema vos. Al contrario, siempre tuviste el don de seleccionar las palabras precisas, las que más dolían. ¿Qué te pasa ahora?
—Perdoname Guayo —dice bajando la cabeza—, no sabés cuánto he lamentado las cosas que te dije.
—¿Que no querías volver a vernos, a ninguno de los dos? Que yo jodía todo lo que tocaba, me dijiste. Que le iba a joder la vida a la Lily y que a vos ya te había jodido la tuya.
Félix no levanta la cabeza. Una, dos, tres lágrimas se precipitan al suelo donde él mismo quisiera hundirse.
—Bueno, ya está Félix, soltá ese costal de ladrillos, yo sé bien que estabas dolido. Todo eso fue hace mucho tiempo...
—Pero mantuve el capricho hermano... no les hablé nunca... ni siquiera durante su enfermedad. He sido una verdadera mierda.
Guayo se acerca y le da unas palmadas en la espalda. Bebe un sorbo de café, hurga en la bolsa de pan y comienza a comer.
—¿Sabés que la Lily ya no me dejaba comer pan de hojaldre?, ¡puros salpores de afrecho me daba! Tan acostumbrado quedé, que eso mismo sigo comprando cada mañana —dice Guayo tratando de esconder la tristeza en la sonrisa—. Dale, comete vos el otro croissant.
—Quiero proponerte algo.
—No has cambiado vos, siempre proponiendo algo. Ahora viene el discurso de convencimiento, me imagino.
—Somos dos viejos viviendo solos en casas que ya nos quedan demasiado grandes. Este espacio es mucho más de lo que podés cuidar y mantener, y a mi me pasa lo mismo. ¿Y si vivimos juntos?, ¿por qué no te mudás conmigo?
—¡Epa, esta no me la esperaba!
—Contra todo pronóstico, Clara y Lily se fueron antes que nosotros. Yo enviudé hace diez años, mirá que sé muy bien lo que se sufre viviendo el duelo en soledad. Te quiero ayudar a pasar de ese infierno, dejame ayudarte viejo.
—Van a decir que somos una pareja gay, ¿te das cuenta?
—Sos incorregible, ¿no se puede hablar en serio con vos?
—Van a pensar que somos dos viejitos que esperaron a que sus mujeres se murieran para salir del clóset.
—¿Y qué si piensan eso?, ¡yo sé muy bien que no soy maricón! Y creo que vos tampoco, ¿o me equivoco?
—Se dice gay, viejito, acomodate a los tiempos, respetá.
Guayo termina de desayunar mientras Félix lo observa en silencio, esperando una respuesta.
—¿Pero en serio estás esperando que te responda ya? No sé viejo, no sé... no es tan simple. ¿Qué esperás que haga con todas estas cosas?, ¿que las tire?, ¿o me vas a dar espacio para acomodarlas en tu casa?, ¿vos que sos el orden y la meticulosidad en persona? ¿Sabés que la Lily me hacía broma diciendo que de haberse casado con vos se habría librado de mis tiraderos y desórdenes?
—Vos la hacías reir. Fue feliz con vos, yo me equivoqué.
—Le gustaban muchas cosas tuyas... pero no se puede tener todo en la vida. Le encantaba escucharte hablar de música, de cine, de política, de historia. Tenía un miedo espantoso de que vos te aburrieras de ella, de no estar a la altura de tus expectativas. Más de una vez se sintió fuera de lugar, cuando a vos y a la Clara les daba por filosofar y hablar astralidades.
—Y tampoco fui capaz de hacer feliz a Clara. Todo por ese afán estúpido de mencionar a Lily a cada momento. Clara fue todo para mí, y yo no supe hacérselo sentir. Mirá la vuelta que dan las cosas, que al final fui yo el que jodí todo lo que toqué.
—¿Y por eso querés que me mude con vos?, ¿te querés redimir?, ¡pará con eso Félix, no hace falta, no te mortifiqués más!
—Tu pérdida también me ha golpeado a mí, fuerte. Tu dolor también es mío, ¿no podés entenderlo?
—Si, creo que te entiendo. Te conozco desde que tenías diez años. Sé de la complejidad de tus pensamientos y de la intensidad de tus sentimientos, aunque yo mismo no llego hasta ahí. Siempre te admiré por muchas razones, pero también es cierto que siempre me asustó tu tendencia a complicar las cosas más simples, las de la cabeza y las del corazón. ¡Sos capaz de hacer de una línea recta un laberinto! Mi dolor es plano y me duele como un infarto. No puedo ni siquiera imaginarme tus dolores tridimensionales.
—Vos la perdiste hace un mes, yo la perdí hace cincuenta años. Son dos versiones del mismo dolor.
—No Félix, vos no la perdiste porque no la tuviste nunca. Te aferraste a una ilusión. Pero yo sé bien que ya habías planeado la vida entera con la Lily de forma calculada, milimétrica. Y tus castillos en el aire eran tan claros y concretos que vos viste y sentiste el derrumbe como una realidad inobjetable. Vos te ves las cicatrices de heridas que nunca fueron.
—Te equivocás Guayo, yo sí perdí a Lily porque ella quería estar conmigo y fui yo mismo quien la alejó, por mis temas, mis defectos y mis errores. En el mismo acto te perdí a vos, que eras mi amigo y hermano. Y como consecuencia me perdí yo, que nunca más encontré el rumbo ni el sentido. Ni siquiera supe valorar que tenía a Clara, hasta que también la perdí.
—¿Ves como siempre hacés de todo un laberinto sin salida? ¡La Lily no era para vos hermano! Le impresionaba tu complejidad pero se sentía más cómoda con mi simpleza. Yo charranganeaba la guitarra mientras vos hacías arpegios. Yo era un músico aficionado y vos eras Bob Dylan. ¡Clara era para vos! Ella que ponía coros angelicales a las canciones que vos componías. Era así de simple, pero vos no ves las cosas simples. En lo que a mi respecta, nunca me perdiste, aquí estoy. Vos tampoco estás perdido, estás aquí. Y podemos seguir siendo amigos y hermanos el tiempo que nos queda. Pero de ahí a mudarme con vos hay un océano.
—¿Creés que de verdad podemos volver a ser como hermanos?
—¡Seguro que sí, animal, hasta con las trompadas incluidas! Dale, comete el otro hojaldre como ofrenda de paz, es la segunda y última vez que te lo cedo. A la Lily le habría encantado que vinieras a comer con nosotros, ¡te habría atiborrado de salpores de afrecho mientras te enseñaba fotos viejas!
—¿Tenés fotos viejas... de nosotros?
—¡Seguro!, ¡álbumes tengo! La Lily no era de colecciones digitales y yo tampoco. ¿Querés verlos?
Félix asiente con un gesto y una tímida sonrisa. De nuevo, igual que hace un mes en el cementerio, la voz no le sale...
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