He aquí las citas que más destaco:
Si la mente consigue perderse en la Internet,
el cuerpo, ese estorbo, cansado, se repliega.
Y comprendo que la escritura es una manera única
de iluminar la conexión entre el pasado y el presente.
Y eso me alienta a empezar: no como quien informa,
sino como quien descubre.
Creí
lo que decía: había llamado talento
a eso que se había agolpado en mí.
Eso que
al fin se desbocó y me hizo llorar,
como llora la música.
¿Qué hacen en el barco?
Enfrentan a un gatito con una rata inmensa
de esas que hay en la bodega y levantan apuestas
y solo los estúpidos apuestan
por la rata:
'La raza siempre gana'.
Se
dice —dicen los abogados, por ejemplo,
de los genocidas, en los Juicios por la
Verdad:
y es su principal argumento para pedir su absolución—
que no se puede
juzgar una época según los criterios de otra.
Que no puede entenderse la guerra
en términos de paz.
Que el dolor de uno,
por solitario que pudo parecer,
termina siempre por
ayudar a otro,
mucho tiempo después, en otro tiempo.
Y cuando salía a la
calle, entre un objeto y otro,
entre una y otra persona, así como en los viejos
laboratorios fotográficos uno veía surgir figuras,
poco a poco, del papel en
blanco bajo el líquido revelador,
así, ahora, solo para mí se hacían visibles
esos hombres
que había creído del pasado, machos enardecidos
por la gloria de
haber matado, sin tener que pensar en ello...
guardianes de ese orden secreto
que nos rige,
y que yo, más que nunca, me proponía descubrir escribiendo.
Conmovido, solo atiné a ofrecerle
que viniera a la Argentina; y me dijo que no,
porque aun en un país enfermo de
violencia
puede crecer la vida, y su vida estaba allí.
¿Y su madre? No, me digo,
la señora Felisa
había muerto en 2004, poco antes que mi padre.
Y ella bajo una
lápida con una estrella de David,
el otro con una bandera argentina a modo de
mortaja,
habían vuelto a ser vecinos, aunados como nunca
en un mismo legado.
Porque la gente también muere
para que podamos hablar.
¡Dios mío!, me digo. ¿Y si acaso nuestro miedo
exageró lo incognoscible
del pasado?
¿Y si todo hubiera estado allí todo el tiempo
para quien se
atreviera a saber?
Una exiliada en Francia me contó una vez
cómo los habían torturado, en
el penal de Rawson,
a ella y a su marido. “Péguense”, les decía el
atormentador.
“Siempre será mejor que si les pego yo.
Y de paso, descanso. Y de
paso, me divierto.”
Se había rasgado el átomo de mi recuerdo,
la cuchilla de la historia
había separado sus elementos
liberando en mí su fuerza letal; y si quería
salvarme
sólo me quedaba velar por que ese caos se organizara
con una forma
nueva, medianamente armónica,
en un relato nuevo.
Y es
un tiempo sin tiempo,
en que aun las cosas tremendas
se vuelven recurrentes;
terminan por girar como planetas
en torno de su cama.
...y ya fue conmovedor intuir
que no solo una misma
pasión,
sino también una misma fuerza
indefinible, ajena a nosotros,
nos había
elegido para revelarse.
...quizá
se tratara de dejar
que el cuerpo fuera el papel en blanco,
que la experiencia
escribiera en mí,
para por fin escribirla.
Pagar
el precio.
Debió de haber gritado. No lo sabe, y no lo
recordará.
Pero sin duda ha gritado porque Dios entra bramando
—lo que se
espera de Dios— a impartir su justicia.
“¿Pero qué hacen, animales?”
Y
ahora, paralizada, temblorosa, allí en la camilla,
siente la mirada de Dios
sobre su cuerpo entero.
Y es como una piedad, sí, porque siendo tan grande
su
poder de perdonar, se lo siente en el cuerpo,
como un calor o un perfume.
Dios la mira solamente, como si fuera a nombrarla.
La potestad divina de
traerla a la vida con su sola palabra.
“Suspendan”, dice por fin. “Ella no
es montonera.”
Y en el silencio de todos, que de algún modo
parece excluirme, siento todavía la vastedad del viento,
sus ráfagas que
desautorizan los ruidos
del tránsito incesante
confundiéndolos,
desbaratándolos.
Y
hay un mostrador en donde se nos indica
llenar un formulario con nuestros
datos,
las razones por las que hemos venido aquí.
“Poéticas”, improviso,
mientras siento, sobre mi cuerpo
que se inclina a escribir, la mirada atenta
del pasado:
Yo soy su hijo pródigo.
Pero ella parece creer ahora
que son los
desaparecidos, los muertos,
los que permiten el paso.
Y a ver quién es capaz de
detenerla.
—Entremos
en el campo —dice la guía.
Entramos
al lado oscuro de todas mis palabras.
—¿Cómo
puede ser que en un lugar de muerte
se ironice sobre la muerte? El horror de
matar,
de tener que matar… El horror que distingue
al revolucionario del
perverso...
¿Y qué habilita en cada uno, y en el mundo,
el hecho de matar?
¿Quién puede frivolizarlo
sino un idiota?
—Pero,
¿no será el horror el más alto grado de verdad
que nos animamos a concebir? ¿Un umbral que,
de todos modos, la imaginación alcanza a trasponer
aunque uno ya no tenga la valentía de recordarlo?
que nos animamos a concebir? ¿Un umbral que,
de todos modos, la imaginación alcanza a trasponer
aunque uno ya no tenga la valentía de recordarlo?
¿O
era simplemente mi silencio?
Esa forma de muerte que implica no poder escribir.
Sospechar nuevamente que nunca había escrito nada.
Que nunca podría escribir
nada.
Pero yo no digo nada.
Callo.
Y sobre mí se cierra el mar del olvido.
Ah, dentro del agua, el
tiempo se diluye y yo mismo me diluyo.
[...] No, no saldré. Me hundo un poco más, hasta
llegar al fondo.
Ya casi no resisto. Pero quiero saber que
puedo resistir.
Cómo es no poder más. Cierro los ojos y veo el fondo espléndido,
el centro de la tierra. Su negrura.
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