Recibimiento de la compañía y de cómo Maximiliano Ravidabia conoce el secreto de la tierra extraña. Una casa en el centro del pueblo.
Fuimos visitados en laudes por una comitiva conformada por tres hombres. Estos fueron dirigidos hacia nosotros por la mujer que nos acogió en el establo. La mujer hizo una señal que invitaba a reconocer en los caballeros la idoneidad para intercambiar palabra. Puestos nosotros en pie, me acerqué a esos hombres junto a Froilán Puigdorfila como escolta. Aguardé a que ellos iniciaran los cortejos para así asegurar mis actos, procurando que en ellos no hubiera rastro de ofensa, descortesía u otros agravios; que son muchos y propios del trato humano.
La ceremonia llegó con la misma costumbre de los cortesanos de nuestras tierras. Respondimos junto al escolta con las mismas maneras, pero con recato de humor. El señor que presidía la comisión se presentó como Guijarro, sin raíz en casa alguna. No indagué sobre estos asuntos por respeto.
La compañía fue invitada a salir del establo, y una vez abandonada la cuadra vimos hombres, mujeres y niños que hacían sus labores y juegos diarios sin que nuestra presencia fuera motivo de interrupción. Caminamos siguiendo la dirección de uno de los miembros del comité. Guijarro me invitó a caminar a su lado.
En su compañía, Guijarro me brindó información sobre nuestro paradero, así como explicación de cómo el hado nos arrastró a estos lares. Fui instruido en la historia del lugar, en su política, su tradición, y fueron resueltas las dudas que yo permute frente al Cristo negro. De acontecer la lectura de este cuaderno por ojos ajenos, habrá de notar el lector que no existe en mí la intención de brindar detalles de navegación, localización o de cualquier tipo sobre este lugar. Esto no responde a ninguna intención mezquina de mi parte por negar a mis compañeros, o a quien se encuentre con este escrito, el goce del saber y la oportunidad de dirigir viaje a estas tierras. La mudez que guardo sobre este país es mi respuesta a la petición de Guijarro, anfitrión y representante de los intereses de este pueblo.
Guijarro, quien funge labor amplia en las tareas de administración del pueblo, me advirtió de su señor, de sus excentricidades, sus pecados y encanto.
Alcanzamos el centro del pueblo dejando atrás la humildad de los hogares de sus habitantes. Ahí nos encontramos con una irrupción de lo que esperábamos sería una urbanización cualquiera. Se sabe que las casas de la nobleza tienden a instalarse apartadas y por encima del resto; muestra de su perpetuo dominio. La casa de este hombre a la que nos dirigimos era hasta diez veces más grande que la de sus vecinos y se encontraba en el centro de la ciudad, y toda la compañía es testigo de que en dicha casa hay rasgos del trabajo y el arte que labró nuestras catedrales; que en ellas son testimonio del credo y devoción a nuestro Dios. En esta casa, que es casa de hombre, sólo queda en manifiesto la aspiración del pecador de llegar a ser como un dios. En este dictamen no existe duda ni error. En esa opulencia yacía oculta la pudrición del pecado. Indiqué a los hombres, antes de cruzar las puertas de esa casa, que no abandonaran la fe.
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