¡Bienaventurado seas caminante de Luz que sólo vos sabéis cómo andar con gozo entre lo oscuro!
Me complace vuestra presencia en esta nueva porción del Diario de Viajes del nada conocido, y siempre engreído, Maximiliano Ravidabia; llamado en Castilla como el Hombre de Mantos Oscuros y por su Madre, vieja Morcilla, como el niño de aroma a Infame Osculum. Me presento ante vuestra gracia: Amel Cachis, siervo de la verdad como de la risa, amante de la mentira y empedernido jugador de palabras y de cosas en las que solo encontrareis desagrado. Al inicio de cada porción de diario procuraré entregaros información, que a usted, venido de tiempos futuros, lo sé, disfruta conocer; tal y como si fuera un fruto del que la humanidad tuviera que masticar. Desagradable, sí, pero encantador.
Han de saber que Maximiliano Ravidabia se habrá dedicado a tanto a la vida como el hombre a matar, el diablo a la maldad, el judío a su caminar y Gargantúa a desayunar. En Aragón, donde le atribula su pasado, lo menos que le espera es la horca o el fuego, pues con sus 'virtudes' es el responsable de que Juana I de Castilla sea conocida en la historia como la Loca. ¡Ah Maximiliano, nosotros los idiotas alabamos tu sabiduría!
¡Hasta la próxima caminante de Luz!
Sobre el viaje en Nuestra Señora de Almudena.
De la tormenta que interfirió en la ruta marítima.
Extraños son los designios del universo, incluso para la Providencia. En Ragusa me encontré, con sus veinte y cuatro caños que atavían su colosal presencia, a Nuestra Señora de Almudena. Le aborde en ruta para Messina, Génova, Perpiñán, por lo que implore no ser encontrado por ninguna autoridad de la Corona de Aragón.
Nuestra Señora de Almudena, esplendoroso galeón, rodeó las islas Baleares, para luego tener una breve estancia en Orán; que según se decía en la tripulación, el primer oficial debía atender ahí asuntos personales y el capitán entregó su buen visto, ya que entre uno y el otro constaba una relación libertina y pecaminosa. De Orán partiríamos a Granada, y de Granada andaría sobre tierra hasta alcanzar la Alhambra. Detrás del interés de llegar a Castilla, para encontrar descanso de mis romerías, escenario para la meditación, la escritura y otra suerte de labores que conciernen a un hombre aturdido de corazón, estaba el deseo de ver al Ramac, que tiempo atrás aseguró su estancia en Córdoba para aquellas fechas en que preveía mi visita a la Alhambra.
Orán, bañada por el brillante occidente del Mediterráneo, repleta de aves pintadas en su cielo, fue la última porción de mundo conocido que vi.
El tiempo nos engañó a la salida del puerto. El amanecer vivificante que centelló sobre la madera de nuestro barco solo era máscara; falsedad que alumbró igual que la verdad. A pesar de las cartas de navegación, instrumentos, conocimiento y el aparente dominio que el capitán decía tener sobre el mar, Nuestra Señora de Almudena se perdió en aguas extrañas.
Ni Dios habiendo bordado las corrientes del mar puede terminar de conocer las adivinaciones que esta propone a los marineros. ¡Marineros que se adentran a tal inmenso templo cual sacerdote con aroma a muerto!
Fuimos sacudidos por inesperadas lluvias, por vientos nunca antes registrados en la piel del galeón. No hubo viga, soga o corazón, que no sintiera el castigo de la tormenta. Recuerdo haber visto los rostros de los hombres apoderados por el terror. De sus bocas brotaban ruidos e insospechadas palabras para el aparato de la voz y el entendimiento. Hubo quienes aseguraron haber visto entre los nubarrones negros la figura de un corcel, cuyo jinete alzaba su mano sobre nuestra suerte. Otros hombres aseguraron que no era jinete ni corcel, sino que la aparición era una serpiente; y varios afirmaron que el gusano era una bestia alada. ¿Habrá sido este el recuerdo grabado en el firmamento de la caída del Lucero de la Mañana?
Toda la tripulación confesó escuchar el sonar de trompetas durante la tormenta, y coincidieron en que estas no provenían de las alturas. El retumbo llegaba de las hondonadas y terribles aguas del bravo océano.
El vendaval, del que nadie podrá nunca señalar su duración, acabó con la vida de la tercera parte de nuestra tripulación, derribó la mesana y estuvo a punto de desmantelar el trinquete; lastimó la quilla y el alcázar, afectando la carena de la nave. Algunos de mis bienes se perdieron, incluidas esas bagatelas convertidas en reliquias, no por el arte excelso de la transmutación sino por el maldito arte de la culpa.
Después de la tormenta, Nuestra Señora de Almudena, se mantuvo inmóvil sobre un mar entumecido, siempre vigilado por el astro de fuego. Sin viento, sin nubes, sin aves marcando el mapa de los cielos, noches que refrescaran el cuerpo o estrellas que susurraran el camino a seguir, quedamos desamparados del juicio, ciencia y magia, lanzados a la garganta de la locura, abandonados en ese lugar que no era ninguno y que podía ser cualquiera a la vez.
Si es que el tiempo que rige a los hombres realmente existe, este nos llegó con el día en que fuimos expulsados del olvido y la demencia. Primero se dijo que era una macha, efecto del calor, falta de agua y comida; luego se dijo que era maldición de los diablos para avergonzarnos por nuestra falta de dirección, ¡un chasco a la fe! Superada la tentación y la duda, aquello fue visto como animal que emergió del mar. Pues esa roca parecía un hocico que husmeaba el aire de la superficie después de pasar por eones sumergido en las profundidades. Los cambios en el mirada, en la medida que nos acercábamos, nos llevaron a concluir de que aquella figura era señal natural de la tierra; ahora sabemos que es una enorme formación de roca negra, la que permite indicar distancia y profundidad de la playa.
La piedra que simulaba a una bestia, ya era advertencia de la naturaleza de aquellas tierras desconocidas.
El Ramac, o Moisés Cordovero. |
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