Buenos Aires, 1956
Lo que ha dado alcance a ese movimiento, imperceptible y delicado de lo que parecía estático, ha sido la fugacidad. La escena es más un tornado que arranca las raíces de la vieja montaña, que el viento del norte que fracasa en su tentativa de quebrar los delgados árboles del jardín inglés. El hombre, viejo y silencioso, que yace en la biblioteca apoyado, quizás innecesariamente sobre su bastón, no puede ver, al menos no como suelen hacerlo el resto de los ojos, el momento en que la ráfaga violenta ahuyenta al monumento que es semblante de muerte. El viejo del bastón, cuyos ojos grises guardan el secreto de los sentidos, estuvo a punto de morir por el filo de un cuchillo que se alzaba como espada guerrera por sobre todas la cosas creadas, pensadas y olvidadas que merodeaban la tarde bonaerense.
Esa turbulencia se hizo lo que mejor podía hacerse: un hombre. Un hombre que salió de la nada, sin rastros de portal, sin señales de una ruptura en el entorno, sin quebraduras o rasguños sobre el tejido de lo que siempre se ha creído el fondo del teatro de la vida, a la que muchos llaman ilusión y sueño. Un hombre con cuchillo, esa estatua de penitencia ha sucumbido bajo el hombre que emergió del caos, y este accidente ha hecho que el viejo del bastón, que ya comienza a abandonar el lugar, resguarde por unos cuantos instantes, sean días, meses o siglos, el poco espacio que utiliza.
Nadie más ha podido presenciar el salvajismo que se da al interior de la biblioteca, donde la luz crepuscular poco a poco comienza a abandonar los estantes con los libros empolvados, advirtiendo la llegada de una pesada oscuridad. Son dos hombres los que pelean, mientras el viejo con su bastón anda y escucha los gemidos y la glosolalia que son propias del aparato humano. En la escaramuza no hay nada de animal, hay todo de hombres, hay todo de dioses, hay todo de muerte. La mucha niebla, ese fango blanco sobre la carne del ojo, no es obstáculo para que el hombre del bastón sepa de qué se trata el alboroto, que alguna vez fue murmullo en el ensueño y ahora es certeza punzante. Está seguro de que los jadeos vienen de la boca de un hombre que no esperaba conocer tan pronto, que cuando lo hizo este hombre lo cuestionó, y habrán sido sus respuestas o la falta de ellas las que hicieron que sacara de debajo de sus ropas el fierro que hace un momento alzó como instrumento de muerte. El otro hombre, al que se le escucha balbucear, es el hombre que surgió del ilocalizable punto de donde emerge la imaginación, un lugar casi inexistente para el resto de las cosas.
El primero de aquellos, lo sabe muy bien el hombre de los ojos grises, es Jacinto Chiclana. El segundo es Ñato Iberra. Ambos hombres, ambos ficciones, ambos enredados como las serpientes que reptan el caduceo de Hermes. Uno de esos hombres ha descubierto el secreto y con ello el dolor, la caída de la ilusión en aquel que ya es una ilusión; pero el hombre del bastón admira esa titánica vitalidad, que es coraje y amor por la verdad, que ha llevado a este cuchillero a bailar al borde de todas las muertes. El viejo que camina sobre la Plaza Dorrego sonríe para sí, porque ha vuelto a confirmar que hasta las ideas son tan fieras, hirientes y duras como lo son la piedra, el acero y el diamante. El otro hombre, el que detuvo el asesinato, también sabe del secreto, pero prefiere preservarlo y serle fiel a la vieja doctrina de ver, oír y para siempre callar. Ambos hombres son imagen del hombre de los ojos grises, son contornos de su rostro, son facciones y muecas de una cara que se enrojece con el sonido de los cuchillos, el calor de las historias y las chispas de dos corazones en llamas.
— ¡No tenías por qué matarlo!, ¡mi hermano nada tenía que ver con lo nuestro! – gritó Ñato Iberra que había sumido el cuchillo en la pierna de Jacinto Chiclana.
— Tu hermano está tan muerto como tú, como yo, como todos. Ese brujo que va ahí... ¡él es la muerte! Matarlo sería la única cosa de vida que podría hacer – dice Jacinto Chiclana, que le ha abierto la cara a Ñato con su cuchillo, como si fuera una delgada hoja de papel.
El hombre del bastón se hace de fuerzas para seguir andando. No tiene miedo a la noche, no le huye al frío, ni mucho menos al destino. En ese momento en que ha logrado dejar atrás la calle Humberto, ha llegado a la terminación de una serie de posibilidades que dicta lo siguiente: la disolución de Chiclana, el ángel de la muerte, será similar o igual a la magia que le trajo a este tiempo y lugar a Iberra. En ese mismo momento, Ñato, el ángel de la vida, que habrá de tener el rostro completamente pintado con su misma sangre, se lanzará sobre el humo dejado por el otro y, olfateando el tiempo que es camino oscuro y confuso, logrará como un perro llegar a 1977, a una calle empolvada de San Juan, para atestar un cuchillazo en la espalda del zorro de Chiclana. Estando los dos espectros heridos, la gente les verá y gritará; y sucederá que aquellos que no les hayan visto, por hechizo de las dos sombras, escucharan los tambores de una mitología perdida que, a veces, sin saber de qué se trata, la han sentido cuando han escuchado en la taberna, allá en los apartamentos miserables del barrio, el sanguinario tango o la torturada guitarra de la milonga. Aquellos que miren a esos dos hombres, arañarse, morderse y acuchillarse, verán en esa masacre el fantasma de un gaucho; escucharán una vieja voz que se libra de las impertinencias de la lengua y sentirán el fulgor de quien solo conoce el desierto, el fuego y la mística del dios bovino. Con ese espectáculo de saliva, sudor y sangre, en lugar de pesadillas tendrán sueños de una tierra que conocieron pero que han olvidado.
Mientras él deja la Vera Peñaloza, la noche por fin se ha posado y la blancura de sus ojos brilla más que el sol que alumbró el rostro de los primeros hombres. Sabrá el viejo que el ángel y el demonio que hace un momento se desangraban en San Juan, se esparcirán tal polvo en el desierto, para aparecer, como ilusiones de una magia vieja, en 1944. En ese tiempo, ahí en Santa Fe, probablemente escucharán la campana de Nuestra Señora de Guadalupe, probablemente la lluvia caerá, probablemente nadie les verá, pero seguro que Jacinto Chiclana, habiendo tirado su cuchillo en una enlodada baldosa, tomará de la cara a Ñato Iberra cuando este le haya hundido el cuchillo en las costillas. Aunque el dolor será punzante, sabe el hombre de los ojos grises que el costado atravesado es ya fortaleza de los hombres; y aquí Jacinto Chiclana hará crujir entre sus manos y el concreto la cara de Ñato Iberra. Saben los ojos del viejo que para Ñato aquello no significa nada, que no hay dolor que pueda quitarle el rostro endemoniado, delirante y sádico que se ríe bajo la lluvia. Jacinto Chiclana, al ver al poseído, se serviría de la culpa y aunque sea por un instante se arrepentirá de la traición cometida al secreto. Pero en el momento en que el demonio le de un zarpazo con sus garras sobre el pecho y le arranque, no solo las ropas que se han ido deshilvanando entre ‘pasos’ y ‘pasos’, sino también la carne caliente; se llenará de garbo y de una furia que exterminará la idea del perdón. Sabe el hombre del bastón, que se detiene y levanta su mirada, que para cualquiera de los dos hombres no hay otro destino que no sea a manos de su adversario.
Jacinto Chiclana, embebido de romana fuerza, de griega precisión y medieval voluntad, sacará de entre sus ropas corroídas otro fierro, uno pequeño, recuerdo del aguijón que torturó al apóstol, que servirá para perforar uno de los ojos de la gárgola. Antes de que haya salido la ensangrentada punta, el único ojo de Ñato Iberra podrá ver como la humedad de Santa Fe se desvanece en vapor, y deseará por un instante haber muerto en la picada del animal. El hombre del bastón sabe que falta poco para llegar al hogar. La recurrencia, la cotidianidad, le dictan que no falta demasiado para tocar la puerta, para entrar a la guarida, que bajo la geometría no es más que la manera de una osamenta, huesos de madera y concreto que lo contienen a él, un alma; y sabrá que en el momento de abrir la puerta esta crujirá por mandato de la costumbre mientras a su vez sonará, en otro lugar y tiempo, el crujir de un brazo desarticulado, el crujir de una mandíbula que cuelga, el firmamento quebrándose el día en que será juzgado el corazón de Ñato Iberra.
La puerta se ha abierto y el anticipado rumor del uso y el deterioro no se ha presentado. Al hombre del bastón le encantaría ver qué ha sido del desdén en la mecánica que ha traicionado las costumbres del oído y del destino. No se molestará en buscar una respuesta en la puerta, ni siquiera con la ayuda de las manos que se han vuelto diestras y acertadas en el arte de ver cosas, ya que la causa está a una distancia inconcebible, imposible. Desde una ignota topografía ha venido reverberando, como la cuerda de la trabajosa guitarra fatigada, un cambio en la sucesión de una lógica predispuesta para todas las cosas, y ese milagro ha permutado el pentagrama del cosmos. El viejo de los ojos grises, apoyado en su bastón, por razones que solo él conoce, suspira la profundidad, la consciencia de la incuestionable conclusión que afirma que el maniqueísmo de hace unos minutos, en las manos de esos dos hombres, es ahora religión de años, de centurias o milenios. Estos han muerto en un giro de lo siempre grande, rebelde y salvaje, el mundo y sus milagros.
La intemporal tragedia desemboca a las afueras de un café, uno muy conocido, uno del que todos hablan, uno que ha sido testigo de miradas, bocados y bocanadas, tragos de licor, de té y de eso... de café, como un faro que atestigua una insólita escultura que adorna de manera violenta y no sin cierto sentido de lo macabro – dirán por ahí, de lo fantasmagórico y lo diabólico – una composición roja, enferma, una efigie terrible de la vida subvertida. En ese exceso de vitalidad erguido en Rincón y Rivadavia, hay, si bien dos cuerpos, también cinco brazos de los cuales dos pares deberían pertenecer a esos hombres que alguna vez se sentaron a disfrutar del calor, de la música, la buena plática o el plácido silencio del café Los Angelitos. Esa aberrante masa de sangre, de manos, de cabezas, de rostros con las formas ocultas en la deformación y la espesura de los fluidos, son Jacinto Chiclana y Ñato Iberra; y un anónimo brazo que podría considerarse tan milagroso como misterioso.
El viejo de los ojos grises, que ya ha alcanzado el lugar donde los olores ejercen su hipnótico poder que llama al descanso, se ha acercado a la mesa, llamado por el aroma del guisado que la noble alma que cuida de la casa le ha dejado para cenar.
El sobre que descansa en la mesa es áspero y el hombre del bastón conoce el papel de inmediato; ya que ese papel tiene una identidad que entiende sin necesidad de la tinta que escribe un nombre en su amarillento color: Fénix.
Jorge Luis Borges se ha dejado caer en cavilaciones gracias al sobre en su mesa y lo sucedido aquella tarde. Ha decidido pasar la noche y la madrugada navegando en ellas, mientras espera que junto con el amanecer llegue también la mujer caritativa que le ayuda en el hogar, quien seguramente se encontrará con un guisado frío e intacto, y un ciego con una carta entre las manos, que sólo Dios sabe qué es aquello que tanto piensa.
Lo que ha dado alcance a ese movimiento, imperceptible y delicado de lo que parecía estático, ha sido la fugacidad. La escena es más un tornado que arranca las raíces de la vieja montaña, que el viento del norte que fracasa en su tentativa de quebrar los delgados árboles del jardín inglés. El hombre, viejo y silencioso, que yace en la biblioteca apoyado, quizás innecesariamente sobre su bastón, no puede ver, al menos no como suelen hacerlo el resto de los ojos, el momento en que la ráfaga violenta ahuyenta al monumento que es semblante de muerte. El viejo del bastón, cuyos ojos grises guardan el secreto de los sentidos, estuvo a punto de morir por el filo de un cuchillo que se alzaba como espada guerrera por sobre todas la cosas creadas, pensadas y olvidadas que merodeaban la tarde bonaerense.
Esa turbulencia se hizo lo que mejor podía hacerse: un hombre. Un hombre que salió de la nada, sin rastros de portal, sin señales de una ruptura en el entorno, sin quebraduras o rasguños sobre el tejido de lo que siempre se ha creído el fondo del teatro de la vida, a la que muchos llaman ilusión y sueño. Un hombre con cuchillo, esa estatua de penitencia ha sucumbido bajo el hombre que emergió del caos, y este accidente ha hecho que el viejo del bastón, que ya comienza a abandonar el lugar, resguarde por unos cuantos instantes, sean días, meses o siglos, el poco espacio que utiliza.
Nadie más ha podido presenciar el salvajismo que se da al interior de la biblioteca, donde la luz crepuscular poco a poco comienza a abandonar los estantes con los libros empolvados, advirtiendo la llegada de una pesada oscuridad. Son dos hombres los que pelean, mientras el viejo con su bastón anda y escucha los gemidos y la glosolalia que son propias del aparato humano. En la escaramuza no hay nada de animal, hay todo de hombres, hay todo de dioses, hay todo de muerte. La mucha niebla, ese fango blanco sobre la carne del ojo, no es obstáculo para que el hombre del bastón sepa de qué se trata el alboroto, que alguna vez fue murmullo en el ensueño y ahora es certeza punzante. Está seguro de que los jadeos vienen de la boca de un hombre que no esperaba conocer tan pronto, que cuando lo hizo este hombre lo cuestionó, y habrán sido sus respuestas o la falta de ellas las que hicieron que sacara de debajo de sus ropas el fierro que hace un momento alzó como instrumento de muerte. El otro hombre, al que se le escucha balbucear, es el hombre que surgió del ilocalizable punto de donde emerge la imaginación, un lugar casi inexistente para el resto de las cosas.
El primero de aquellos, lo sabe muy bien el hombre de los ojos grises, es Jacinto Chiclana. El segundo es Ñato Iberra. Ambos hombres, ambos ficciones, ambos enredados como las serpientes que reptan el caduceo de Hermes. Uno de esos hombres ha descubierto el secreto y con ello el dolor, la caída de la ilusión en aquel que ya es una ilusión; pero el hombre del bastón admira esa titánica vitalidad, que es coraje y amor por la verdad, que ha llevado a este cuchillero a bailar al borde de todas las muertes. El viejo que camina sobre la Plaza Dorrego sonríe para sí, porque ha vuelto a confirmar que hasta las ideas son tan fieras, hirientes y duras como lo son la piedra, el acero y el diamante. El otro hombre, el que detuvo el asesinato, también sabe del secreto, pero prefiere preservarlo y serle fiel a la vieja doctrina de ver, oír y para siempre callar. Ambos hombres son imagen del hombre de los ojos grises, son contornos de su rostro, son facciones y muecas de una cara que se enrojece con el sonido de los cuchillos, el calor de las historias y las chispas de dos corazones en llamas.
— ¡No tenías por qué matarlo!, ¡mi hermano nada tenía que ver con lo nuestro! – gritó Ñato Iberra que había sumido el cuchillo en la pierna de Jacinto Chiclana.
— Tu hermano está tan muerto como tú, como yo, como todos. Ese brujo que va ahí... ¡él es la muerte! Matarlo sería la única cosa de vida que podría hacer – dice Jacinto Chiclana, que le ha abierto la cara a Ñato con su cuchillo, como si fuera una delgada hoja de papel.
El hombre del bastón se hace de fuerzas para seguir andando. No tiene miedo a la noche, no le huye al frío, ni mucho menos al destino. En ese momento en que ha logrado dejar atrás la calle Humberto, ha llegado a la terminación de una serie de posibilidades que dicta lo siguiente: la disolución de Chiclana, el ángel de la muerte, será similar o igual a la magia que le trajo a este tiempo y lugar a Iberra. En ese mismo momento, Ñato, el ángel de la vida, que habrá de tener el rostro completamente pintado con su misma sangre, se lanzará sobre el humo dejado por el otro y, olfateando el tiempo que es camino oscuro y confuso, logrará como un perro llegar a 1977, a una calle empolvada de San Juan, para atestar un cuchillazo en la espalda del zorro de Chiclana. Estando los dos espectros heridos, la gente les verá y gritará; y sucederá que aquellos que no les hayan visto, por hechizo de las dos sombras, escucharan los tambores de una mitología perdida que, a veces, sin saber de qué se trata, la han sentido cuando han escuchado en la taberna, allá en los apartamentos miserables del barrio, el sanguinario tango o la torturada guitarra de la milonga. Aquellos que miren a esos dos hombres, arañarse, morderse y acuchillarse, verán en esa masacre el fantasma de un gaucho; escucharán una vieja voz que se libra de las impertinencias de la lengua y sentirán el fulgor de quien solo conoce el desierto, el fuego y la mística del dios bovino. Con ese espectáculo de saliva, sudor y sangre, en lugar de pesadillas tendrán sueños de una tierra que conocieron pero que han olvidado.
Mientras él deja la Vera Peñaloza, la noche por fin se ha posado y la blancura de sus ojos brilla más que el sol que alumbró el rostro de los primeros hombres. Sabrá el viejo que el ángel y el demonio que hace un momento se desangraban en San Juan, se esparcirán tal polvo en el desierto, para aparecer, como ilusiones de una magia vieja, en 1944. En ese tiempo, ahí en Santa Fe, probablemente escucharán la campana de Nuestra Señora de Guadalupe, probablemente la lluvia caerá, probablemente nadie les verá, pero seguro que Jacinto Chiclana, habiendo tirado su cuchillo en una enlodada baldosa, tomará de la cara a Ñato Iberra cuando este le haya hundido el cuchillo en las costillas. Aunque el dolor será punzante, sabe el hombre de los ojos grises que el costado atravesado es ya fortaleza de los hombres; y aquí Jacinto Chiclana hará crujir entre sus manos y el concreto la cara de Ñato Iberra. Saben los ojos del viejo que para Ñato aquello no significa nada, que no hay dolor que pueda quitarle el rostro endemoniado, delirante y sádico que se ríe bajo la lluvia. Jacinto Chiclana, al ver al poseído, se serviría de la culpa y aunque sea por un instante se arrepentirá de la traición cometida al secreto. Pero en el momento en que el demonio le de un zarpazo con sus garras sobre el pecho y le arranque, no solo las ropas que se han ido deshilvanando entre ‘pasos’ y ‘pasos’, sino también la carne caliente; se llenará de garbo y de una furia que exterminará la idea del perdón. Sabe el hombre del bastón, que se detiene y levanta su mirada, que para cualquiera de los dos hombres no hay otro destino que no sea a manos de su adversario.
Jacinto Chiclana, embebido de romana fuerza, de griega precisión y medieval voluntad, sacará de entre sus ropas corroídas otro fierro, uno pequeño, recuerdo del aguijón que torturó al apóstol, que servirá para perforar uno de los ojos de la gárgola. Antes de que haya salido la ensangrentada punta, el único ojo de Ñato Iberra podrá ver como la humedad de Santa Fe se desvanece en vapor, y deseará por un instante haber muerto en la picada del animal. El hombre del bastón sabe que falta poco para llegar al hogar. La recurrencia, la cotidianidad, le dictan que no falta demasiado para tocar la puerta, para entrar a la guarida, que bajo la geometría no es más que la manera de una osamenta, huesos de madera y concreto que lo contienen a él, un alma; y sabrá que en el momento de abrir la puerta esta crujirá por mandato de la costumbre mientras a su vez sonará, en otro lugar y tiempo, el crujir de un brazo desarticulado, el crujir de una mandíbula que cuelga, el firmamento quebrándose el día en que será juzgado el corazón de Ñato Iberra.
La puerta se ha abierto y el anticipado rumor del uso y el deterioro no se ha presentado. Al hombre del bastón le encantaría ver qué ha sido del desdén en la mecánica que ha traicionado las costumbres del oído y del destino. No se molestará en buscar una respuesta en la puerta, ni siquiera con la ayuda de las manos que se han vuelto diestras y acertadas en el arte de ver cosas, ya que la causa está a una distancia inconcebible, imposible. Desde una ignota topografía ha venido reverberando, como la cuerda de la trabajosa guitarra fatigada, un cambio en la sucesión de una lógica predispuesta para todas las cosas, y ese milagro ha permutado el pentagrama del cosmos. El viejo de los ojos grises, apoyado en su bastón, por razones que solo él conoce, suspira la profundidad, la consciencia de la incuestionable conclusión que afirma que el maniqueísmo de hace unos minutos, en las manos de esos dos hombres, es ahora religión de años, de centurias o milenios. Estos han muerto en un giro de lo siempre grande, rebelde y salvaje, el mundo y sus milagros.
La intemporal tragedia desemboca a las afueras de un café, uno muy conocido, uno del que todos hablan, uno que ha sido testigo de miradas, bocados y bocanadas, tragos de licor, de té y de eso... de café, como un faro que atestigua una insólita escultura que adorna de manera violenta y no sin cierto sentido de lo macabro – dirán por ahí, de lo fantasmagórico y lo diabólico – una composición roja, enferma, una efigie terrible de la vida subvertida. En ese exceso de vitalidad erguido en Rincón y Rivadavia, hay, si bien dos cuerpos, también cinco brazos de los cuales dos pares deberían pertenecer a esos hombres que alguna vez se sentaron a disfrutar del calor, de la música, la buena plática o el plácido silencio del café Los Angelitos. Esa aberrante masa de sangre, de manos, de cabezas, de rostros con las formas ocultas en la deformación y la espesura de los fluidos, son Jacinto Chiclana y Ñato Iberra; y un anónimo brazo que podría considerarse tan milagroso como misterioso.
El viejo de los ojos grises, que ya ha alcanzado el lugar donde los olores ejercen su hipnótico poder que llama al descanso, se ha acercado a la mesa, llamado por el aroma del guisado que la noble alma que cuida de la casa le ha dejado para cenar.
El sobre que descansa en la mesa es áspero y el hombre del bastón conoce el papel de inmediato; ya que ese papel tiene una identidad que entiende sin necesidad de la tinta que escribe un nombre en su amarillento color: Fénix.
Jorge Luis Borges se ha dejado caer en cavilaciones gracias al sobre en su mesa y lo sucedido aquella tarde. Ha decidido pasar la noche y la madrugada navegando en ellas, mientras espera que junto con el amanecer llegue también la mujer caritativa que le ayuda en el hogar, quien seguramente se encontrará con un guisado frío e intacto, y un ciego con una carta entre las manos, que sólo Dios sabe qué es aquello que tanto piensa.