Sebastiana suspira mientras sus ojos centenarios intentan adivinar el paisaje montañoso que rodea la cabaña. Atrás quedaron los días en que la animosa viejita solía sentarse frente al cerco a dar cuenta de una impresionante guacalada de mangos y jocotes, mientras contemplaba las pinceladas multicolores del sol que muere cada tarde detrás de los cerros.
Han pasado setenta y cinco años desde que vivió en Honduras por unos pocos meses, cuando se casó con el finado Raymundo, el hombre que más intensamente amó en la vida. Su historia de amor se vio truncada cuando el joven mozo fue embestido por un toro que le provocó la muerte de forma prematura. Viuda y sin hijos, la entristecida Sebastiana emprendió el camino de regreso a su pueblo, al norte de El Salvador.
No es un secreto que el insondable tiempo ofrece su bálsamo curativo y que la caprichosa vida a veces concede segundas y hasta terceras oportunidades. Fue así como Sebastiana conoció a Fabián, se casó de nuevo, tuvo seis hijos, un montón de nietos y biznietos y una larga vida para verlos llegar y partir, mientras ella seguía ahí, fuerte y erguida como una araucaria. Fueron su memoria y su lucidez las que comenzaron a irse antes que ella. Ahora, a sus ciento dos años ya no reconoce a nadie ni sabe dónde está.
—Me preocupa tu abuela —dice muy seriamente Concepción—. Lleva días que no quiere comer y se la pasa suspirando. Está confundida la señora... dice que esto es Honduras, que aquí no tiene a nadie y que se quiere regresar a El Salvador. ¡Pobrecita, se le ve bien triste!
Diógenes asiente con gesto compungido, mientras piensa en la envejecida madre de su difunto padre, sin saber de qué manera pudiera ayudarle en su desventura. El menor de los nietos de Sebastiana vuelve a su afanosa jornada, pero sus pensamientos ya se han quedado atados a los pesares de la viejita.
El humo que brota de la leña bajo el comal se eleva mientras el sol culmina su descenso. Los hombres y mujeres regresan del jornal y se dirigen al rancho en busca de sustento y descanso. Sobre la mesa rústica se dispone la olla de frijoles conservados, un guacalito con chicharrones, un depósito de cuajada en terrón y el infaltable rimero de tortillas. En la hornilla hierve una ollada de café de la que emana un olor estimulante que invita a acercarse. La familia come y se queda platicando largamente a la luz de los candiles, hasta que los bostezos cada vez más frecuentes hacen que todos se vayan acomodando en sus respectivos camastros, hamacas y tijeras de yute. El silencio y la quietud de la noche quedan firmemente establecidos, mientras los pensamientos y las motivaciones remanentes del día duermen embozados bajo el oscuro manto del firmamento estrellado.
Aún es de madrugada cuando Diógenes se levanta con una idea rondando su cabeza, misma que no tarda en compartir con su mujer. Concepción expresa su consentimiento con una sonrisa melancólica. En las horas siguientes el laborioso hombre ordeña las vacas, saca los animales, limpia el establo, engrasa las llantas de la carreta, prepara el atalaje y coloca al caballo por delante del viejo y rudo transporte. El sol ya está bastante alto cuando finalmente se dispone a echar a andar su idea. Saca la carreta por la parte trasera de la cabaña y rodea la propiedad hasta llegar a la entrada, donde ya está la viejita, como de costumbre, contemplando el horizonte.
—Niña Sebastiana, buenos días.
—Buenos días don.
—Me han dicho que se quiere regresar a El Salvador. Yo voy para allá, ¿se va conmigo?
— ¡Santo Dios, muchacho! ¿Me haría ese gran favor?
— ¡Con mucho gusto!
—¡Por Dios bendito, espéreme hijo, que yo me voy! —responde azorada la anciana, intentando incorporarse. Diógenes la mira conmovido y baja de la carreta para ayudarle.
—Vaya doñita, no se preocupe, yo la llevo...
Concepción sale de la casa y le entrega a la viejita un pequeño bulto de ropa mientras la mira llorosa, sonriéndole de un modo tierno y compasivo.
—¡Que Dios la lleve con bien niña Sebastiana!, ¡buen viaje!
Diógenes carga a la viejita y la acomoda en la carreta sobre el colchón de ropa, en un infructuoso afán por amortiguar la dureza del transporte. Ahora se coloca al frente, toma las riendas y emprende el viaje. Va despacio y se dirige por las partes menos escabrosas del camino. Recorre el sendero paralelo al río y en la bifurcación toma la ruta que lleva al campo de fútbol. Ahora se vuelve para ver cómo va su abuela y se llena de satisfacción al contemplar la expresión ilusionada en el rostro de la anciana. Es tanta la alegría del regreso que poco parecen importarle el bamboleo y los saltos que Diógenes no consigue evitar a pesar de ir con gran cuidado. La carreta rodea el campo bajo la sombra de los árboles, regresa al camino principal e inicia el recorrido a la inversa. Media hora más tarde está de nuevo junto al cerco, donde Concepción los recibe expectante.
—Vaya niña Sebastiana —exclama Diógenes en son de victoria—, ¡llegamos a El Salvador!
El hombre y su mujer ayudan a bajar a la viejita, felices de haber encontrado la receta que le ha devuelto a Sebastiana al menos una fugaz alegría, un breve momento de júbilo que durará hasta que vuelva el olvido y se instale de nuevo la tristeza. Decenas de veces habrán de repetir esta misma simulación del regreso, cumpliendo el anhelo atrapado en un misterioso lazo infinito en la memoria de la anciana.
El cuerpo viene maltrecho a causa del traqueteo, el espíritu llega pleno y gratificado por el ansiado retorno al lugar de origen. Sebastiana mira agradecida al nieto que para ella es solo un buen samaritano desconocido. Llena de aire sus pulmones y junta las arrugadas palmas de sus manos, como en una plegaria. Le brillan los ojos y el corazón no le cabe en el pecho.
—¡Qué alegría hijo, Dios me lo bendiga!, ¡bendito Dios que ya estoy en mi país!