viernes, 8 de noviembre de 2019

Narraciones CBE: Adiós muchachos


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Las bromas y risotadas van desapareciendo poco a poco, dando paso a una nostálgica solemnidad que gradualmente se instala entre los asistentes. La partida del viejo Evaristo ya es inminente y definitiva. Una veintena de hombres, jóvenes los unos, más viejos los otros, se va acercando a su amigo para despedirlo. Romualdo, al que todos llaman "el cangrejo", se adelanta al grupo y toma la palabra en un gesto espontáneo, franco y sencillo como todas las cosas que hace. Sabe muy bien que es ahora o nunca, antes que el nudo en el garguero le anule por completo la voz y la emoción le inunde los ojos. Sonríe nervioso, coloca sus grandes manazas sobre los hombros de Evaristo y, tras un breve titubeo, comienza a hablar.

—Entonces qué parce, ¿hoy si se nos va? ¡Quién lo mira al viejo desentejado este! ¡Hasta que por fin se le hizo! ¿Pues... qué más negrito? Creo que ni falta hace que le digamos cuánto nos alegramos por usté... pero no le voy a negar que aquí nos va a hacer mucha falta. En nombre de todos los presentes, sus hermanos... le deseo lo mejor. Pido a Dios que lo lleve con bien y lo cuide siempre. Confío en que no se va a olvidar de nosotros... yo le aseguro que aquí no vamos a olvidarlo.
—Se le quiere viejo. 
Quiubo parce, mucha suerte negrito.
—Que le vaya bien Evaristo.
—Usté ha sido un ejemplo para todos.
—¡Grande Evaristo!
—Avispado, ¿oye Evaristo? ¡No vaya a andar de güevón! 
—¡Cómo lo vamos a extrañar, viejo marica!
—No se pierda negrito, viene a vernos alguna vez.
—O por lo menos escríbanos.
—No se vaya a asustar cuando vea esa monstruosidad de ciudad, con todos esos edificios y bulevares.
—Y el carrerío a toda hora del día.
—Pilas al cruzar las calles, ¿oye viejo? Siempre use las pasarelas.
—¡Va a tener que actualizarse mi hermano, está a punto de viajar al futuro!
—Consígase una buena vieja que lo cuide y mándenos fotos.
—¡Échele ganas abuelo!
—¡Venga para acá marica, deme un abrazo antes de irse!

Visiblemente emocionado, Evaristo pela los dientes y asiente en silencio a cada recomendación y demostración de afecto. A falta de palabras, sus miradas y gestos resultan elocuentes para sus amigos, que lo despiden con abrazos efusivos y palmadas en la espalda. 

Con sesenta y seis años a cuestas, le decepciona comprobar que ahora tiene más incertidumbres y temores que un niño en la oscuridad. Tristes los ojos, encogido el corazón y llena de preguntas la cabeza, Evaristo se echa a la espalda la vieja mochila con sus escasas pertenencias. Deja el recinto, atraviesa el enorme patio con evidente desgano, llega hasta el portón y se detiene. Ya ninguno de sus amigos puede verlo, pero eso no le impide alzar la mano, tímidamente, para despedirse de la que hasta hoy fue su casa y su familia. Siente cómo el miedo y la congoja lo invaden hasta sacudirlo. Respira con dificultad y le duele el pecho. Visiblemente turbado, baja la mano muy despacio y reinicia la marcha con la misma lentitud. 

El viejo sale a la calle y vuelve a frenarse asustado. Le sudan las manos y le flaquean las piernas. Luce desorientado y confundido. Discurre con la vista en ciento ochenta grados, de izquierda a derecha y luego en sentido inverso. Ahora mira hacia arriba, al vasto cielo de noviembre. El mundo le parece gigantesco, feroz e intimidante. Es demasiado para el hombre, una criatura tan pequeña, débil y miserable. Nunca antes se sintió tan solo. 

¿Qué hacer?, ¿a dónde ir?, ¿a quién buscar?, ¿qué rumbo tomar? Sobrepasado, el viejo Evaristo hiperventila. Después de treinta y dos años, acaba de dar sus primeros pasos fuera de la cárcel.


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