sábado, 9 de noviembre de 2019

Series CBE: "Y sin embargo se mueve" (Capítulo 12)


Buenos Aires, 1965

Garrido y el doctor me están jodiendo la cabeza. Es como si me hubieran picado la sien y extraído mi cerebro en trocitos tan pequeños que fácilmente podrían mezclarse con comida para animales. A este paso terminará siendo más útil como alimento para perros viejos y desdentados que como un órgano para pensar.

Garrido llegó a Villa Turdera, a la dirección de Roberto el Ñato Iberra, "una casita insípida con jardín frondoso y colorido", descripción del detective que me pareció una gilada de más. La vivienda está cerca de un viejo monumento, un puente legendario que ha visto pasar a miles de argentinos en las malas y en las peores, entre ellos al asesino de Iberra. Lo que Garrido pudo recabar entre los vecinos de la casa abandonada, es que este se había largado hace años, quién sabe adónde. Lo último que supieron en el barrio es que a Ñato Iberra lo habían visto camino a Uruguay.

Alrededor de ese hecho orbitan un sinfín de historias que con el tiempo han logrado hacer de Iberra una leyenda. La gente cuenta que el Ñato pertenecía a una organización secreta, ‘la secta del cuchillo’. Al tipo lo tenían por asesino y brujo. Otra línea intrigante de investigación se abrió cuando Garrido me dijo que este sujeto no era el único Iberra en Villa Turdera. Roberto era el menor de dos hermanos. Todo Turdera recuerda que el puente era el oscuro reino de Juan y Roberto Iberra. Este Juan, dicen los cuentos, era también un célebre cuchillero. La sombra de estos dos estaba teñida con el estigma de los vándalos y alacranes. Y sin embargo no faltan en el pueblo los que les recuerdan con adoración y hasta les tienen por santos. Los hechos aseguran, si acaso cuentan como hechos los papeles oficiales de la municipalidad, que Juan Iberra había muerto años atrás, en 1953. Consta en los documentos que murió debajo del puente por una cuchillada en el estómago, y que aparte de frío y destripado lo encontraron sin su brazo. 'El brazo derecho', dice la documentación, 'había sido arrancado, mutilado como por la mordida de un animal gigante'. Después de meses de investigación, el paradero del miembro seguía siendo un misterio.

En el monstruoso y sangriento monumento de Ñato Iberra y Jacinto Chiclana afuera de ‘Los Angelitos’, la extremidad encontrada en la espalda del segundo es un brazo derecho perteneciente a un hombre de tres décadas atrás; un brazo vigoroso a pesar de lo delicado de su forma. El acta de la muerte de Juan Iberra revela que era un hombre de treinta y seis años, de complexión esbelta. Algunos vecinos le recuerdan como un tipo de buen ver. No faltó el testimonio del Homero del pueblo, un viejito jubilado que describe a Juan como 'un semidiós de belleza arcaica, una figura hermosa y apolínea debajo de cuya finura se escondía una fuerza descomunal'. Está visto que entre este viejo pelotudo y Garrido bien escriben una novela. Para seguir hinchándome las pelotas solo falta que venga el doctorcito temblando con otro descubrimiento absurdo y me diga que la mutilación del brazo es de los años cincuenta. ¿De dónde sacará esas boludeces?, ¿de la concha de la lora? ¡Qué ganas de mandarlo a cagar! ¡Pasó de ser un capo a ser un pobre perejil, se puso senil el viejo, la puta que lo parió! ¡Qué manera de cagarse en una carrera intachable!

Dejé a Garrido hablando solo en el teléfono, reportando las leyendas recavadas con todo su acervo novelesco, mientras le decía al doctor que hablaríamos después sobre la redacción del informe. La única solución a todo este asunto yacía en las cartas, la evidencia indiscutible de que en la Argentina habían existido dos hombres que entendían uno del otro su locura.

Tan solo las caligrafías ya eran un duelo. La letra de Chiclana es filosa y puntiaguda, hiere tan profundo que uno sangra tinta. Ñato, en cambio, escribe con pulcritud, detenimiento y una estética circular, como si intentara defenderse de los flechazos del remitente. Iberra escribe con astucia y sus cartas son una forma de evasión; se dispersa en anécdotas y se mueve por la vida como quien cree conocer las reglas de todas las cosas. Chiclana no vacila en su filosofía sagaz, burlona y mordaz, es un comediante de primera a la hora de hacerle el juego a su par. Lo más destacable de esta oposición es que hay una solemnidad recíproca al fondo de tanta letra de guerra y muerte, hay una insistencia del uno y el otro por convencer a su enemigo de su error. Nunca había visto un antagonismo tan proporcional como el de esos dos, ni semejante demostración de sangre fría a la hora de hablar de sus crímenes, que por momentos raya en lo pretencioso. Pero todo esto es inservible para las reglas de la realidad de este mundo.

Todas las cartas están fechadas en días, meses y años distintos, no existe en ellas la más mínima coherencia entre la emisión de la una y la recepción de la otra; lo único que salvaguarda la razón y atiende alguna lógica son las narraciones, preguntas y respuestas que se desarrollan de manera secuencial. ¿Qué puede pensar un hombre como yo de todo esto?, ¿qué tengo que decir o concluir cuando veo que la pregunta se lanza en el futuro y la respuesta llega en el pasado?, ¿acaso el futuro se hace parir él mismo?, ¿a quién me tengo que dirigir con un sinsentido como este? Las cartas dan respuesta a todo: dan cuenta de la muerte del tal Careno, corroboran la biografía de Iberra y refuerzan el misterio de Chiclana... responden a todo a pesar de su total incoherencia de tiempo y de lugar.

Hay muertos en todas las rayitas del reloj, en Argentina y en Uruguay; muertos confirmados por la letra pero ocultos en el tiempo. Las cartas dicen que fue Chiclana quién mató a Juan Iberra y que Ñato Iberra mató a Careno. Según las misivas Chiclana acabó también con la vida de una larga lista de gente que él mismo detalla y de la que parece jactarse. ¿Y el difunto Juan Iberra fue quién mató a Chiclana en un tiempo futuro?, ¿cómo es posible matar a punta de cuchillo más allá de los límites del tiempo?, ¿a qué se refieren estos diablos cuando hablan de ‘dar pasos’?, ¿son acaso viajeros del tiempo?, ¿qué es toda esa cháchara sobre la ficción de la vida?, ¿qué debo entender de esa necedad de proteger doctrinas y valores? Y en el nombre de Dios, si es que él puede entender esta maraña y es tan vasto su entendimiento como para deshacer el nudo que parece apretar al mundo en una bola sin sentido, ¿quién mierda es el que se mueve?

La mayoría de las cartas de Ñato Iberra cierran con ese epígrafe: Eppur si muove. Hasta donde llegan mis conocimientos e indagaciones, la frase fue pronunciada por el célebre tano que, ante las presiones de la iglesia, se vio obligado a retractarse de la que para él era una verdad innegable.

¿Y cuál es la verdad en todo esto? En una de las cartas hay una mención de un hombre que parece estar detrás de todo. ¿Qué clase de hombre podría ser aquel que con sus dos manos mueve los muchos hilos que mantienen colgadas las cosas del escenario del mundo? Solo de pensar que es apenas un hombre el poseedor de todas las respuestas para estos acertijos venenosos, estas trampas de espíritu, pone en entredicho el lugar de los que solo miramos una línea al despertar, que con dificultad escuchamos lo que oímos y que con mucho esfuerzo entendemos algo de lo que vemos.




Capítulo 11     |     Capítulo 13


0 comentarios:

Publicar un comentario