Padre nuestro que estás en el cielo…
santificado… santificado sea tu nombre…
hágase tu voluntad…
¡Santo Dios! ¿Qué me pasa? ¡No puedo ni siquiera rezar! ¡Ayúdame Señor!, ¡protégeme del mal!
Quiero gritar pero no soy capaz de pronunciar palabra. Mi voz no pasa de apagados balbuceos y sollozos que terminan ahogándose en un océano de angustia y terror infinito. ¿Qué es esta presencia maligna, esta atmósfera opresiva que presiona mi pecho y dificulta mi respiración? ¿Cómo se sustenta de manera racional el misterioso ventarrón que cerró de golpe las ventanas dejando la habitación en estas tinieblas? ¿Cómo se explica esta oscuridad tan densa que casi puede tocarse, cuando afuera aún hay luz de día? ¿Cómo es posible que en pleno verano se instale de modo tan repentino este frío sobrenatural que eriza la piel, hiela el torrente sanguíneo y cala en los huesos?
Por un momento se ha quedado en aparente calma pero sigue ahí, agazapándose en un perturbador silencio que, Dios no lo quiera, romperá de un momento a otro con sus ruidos escalofriantes. Oigo cómo rechina los dientes y muero de miedo.
Abro los ojos tanto como puedo, hasta sentir la tensión en la frente y la presión de los párpados contra los arcos superciliares, más no logro distinguir nada. La negrura resulta impenetrable. Se nos enseña a seguir la luz, pero habría sido más útil aprender a ver en la oscuridad.
Avanza, oigo sus pasos en la duela de madera. ¡Dios mío, siento como se acerca! Cierro los ojos con fuerza y percibo mis latidos acelerados hasta casi escucharlos. Ya está aquí. Ni siquiera estoy seguro de que haya llegado a tocarme, pero lo cierto es que de nuevo me lanza contra la pared con una fuerza inaudita, haciéndome volar por el aire como si yo fuera un muñeco de trapo. Mi cabeza y espalda chocan de forma estrepitosa con un espejo que cruje al romperse y una vez más caigo aparatosamente al suelo.
La habitación está revuelta y los muebles destruidos. El dolor a causa de los golpes y las heridas es insoportable. Me llevo las manos temblorosas a la cabeza y las retiro empapadas en mi propia sangre. Siento adormecidas las piernas y tengo rotos varios dedos de la mano izquierda. ¡Ya no, por favor!, ¡Dios mío bendito, ayúdame!
Las luces comienzan a encenderse y apagarse, cortando la escena en una secuencia de retazos pavorosos. La miro con incredulidad, aterrorizado y aturdido. Es tan pequeña que esto no parece posible, su fuerza no es humana, todo en ella es anormal y desquiciante. La niña me dirige una mirada glacial que me traspasa, provocándome un escalofrío de pánico que me recorre de pies a cabeza, como en un inquietante preámbulo del espectáculo siniestro que aún está por venir. —¡Eh, cachas!, ¿has leído Mateo 18:6? ¡Sí, seguro que lo conoces! —me dice con una voz y una entonación burlona que no son suyas. —¿Crees poder nadar con tanto peso en el cuello?
De súbito ocurre un fiero terremoto. Una suerte de oleaje sobrenatural ondula con violencia el suelo bajo mis pies y un infernal zumbido satura mis oídos como si hubiera en el lugar millares de moscardones. Un torbellino igualmente inexplicable parece emanar de ella y tira de par en par las hojas de las ventanas, exponiendo ante mis ojos enceguecidos la plenitud aterradora de la imagen. La hermosa chiquilla deviene en una horrorosa criatura demoníaca, tiene el pelo crispado, los ojos en blanco, la cara estirada, deforme, y el cuello desproporcionadamente inflamado. Ahora se carcajea entre horribles muecas mientras me insulta a gritos, mezclando expresiones conocidas con una extraña lengua indescifrable. Su suave vocecita ha sido reemplazada por un espantoso rugido de ultratumba, grave y estentóreo, que por momentos suena como un rumor colectivo, el unísono coral de muchas voces macabras que no parecieran venir de su garganta sino del mismísimo tártaro. ¡Perdóname Dios mío!, ¡sé que he pecado!, ¡permíteme pasar de esto por favor!
¿Cómo es posible que algo así haya podido ocurrirle a una criatura tan angelical? Recuerdo lo maravillado que quedé al ver la belleza de su rostro por primera vez cuando llegó al orfanato hace un par de años, al morir sus padres. Su cabello era el sol y sus ojos parecían dos trocitos de cielo. Se le veía siempre solitaria, ida y melancólica. ¡Cuánto me enternecía su evidente necesidad de amor y protección!, ¡cómo me provocaba abrazarla!
Poco a poco fui captando su atención y ganándome su confianza. El tiempo se escabullía como el agua entre las manos mientras yo me entretenía observándola a cierta distancia, admirando su pelo al viento, sus rasgos divinos, la gracia precoz de sus movimientos y los cambios que gradualmente notaba en sus formas, de cuyo efecto en otros ella parecía ir tomando consciencia. Y cuando alguna vez la pequeña diosa me sorprendía en esa contemplación, ¡cómo me iluminaba que me dedicara su mirada fulgurante y esa deliciosa sonrisa inexplicablemente adulta que me llenaba de fascinación y embeleso!
Es increíble que sea esa misma niña, ahora transfigurada en un ente monstruoso, la que me señala con su sentencioso dedo índice mientras emite guturalmente lo que parece una suerte de maldición o conjuro. La profanación de su espíritu queda en evidencia a través de su cuerpo sometido a la turbiedad y abandonado a la inmundicia, mientras por sus piernas escurren orina y heces en el culmen de una escena espeluznante y grotesca.
El rumor de un rezo incomprensible de voces graves en tono bajo comienza a escucharse, leve y lejano en un principio, hasta afirmarse y llenar la habitación con el barullo confuso y abrumador de lo que pareciera una gran muchedumbre celebrando un rito desconocido. Ella me sonríe con gesto maligno y se queda inmóvil, hasta que de manera sorpresiva corre hacia la ventana y se lanza desde ahí, en una mortal caída de tres pisos.
La bulla que brotaba de la invisibilidad cesa de manera abrupta y la habitación parece liberarse de golpe de las presencias y voces que hasta hace un momento la asediaban. Aún no sé si sentir alivio. No puedo ni quiero moverme pero es preciso, debo intentarlo. Me arrastro con mucho dolor y grandes esfuerzos hasta llegar al marco de la ventana y me detengo, presa del pánico. Trato de infundirme valor y finalmente me asomo al borde con sumo cuidado para ver hacia abajo. La pequeña completamente desnuda yace exánime en el pavimento, quebrado el cuello, pálido el rostro angélico, sangrante la parte posterior de la cabeza. A su alrededor se expande rápidamente una antelia escarlata que baña sus hermosos cabellos dorados.
Debí prestarle atención. Debí haber tomado en serio su ruego por auxilio cuando me contó que tenía visiones y escuchaba voces. Pero en lugar de ayudarla sucumbí a mis egoístas deseos carnales y quise poseerla. No imaginaba que su pequeño cuerpo de nínfula ya tenía dueño, habitada como estaba por esa fuerza siniestra.
Sigo sangrando y tengo mucho frio. Desfallezco... estoy tan débil y agotado que los insistentes golpes en mi puerta me parecen lejanos, casi inaudibles. ¡Santo Dios, mi ropa! Debo cubrirme, estoy perdido...
—¡Padre, padre! ¿Qué ha sido todo ese ruido? ¿Está usted bien? ¡Vamos a entrar!
Cuando pones en perspectiva las implicaciones de tu cuento con la situación del Exorcista, en gran medida resulta menos aberrante la segunda. El demonio de la lujuria es perro, cínico y descarado. La gran noticia en el Exorcista es que el bien triunfa, aquí en cuento el agujero es más profundo: no por nada son nueve niveles en el infierno. Gracias por subirlo Henry!
ResponderEliminarPD: A quien lo lea deberías de advertile que hay descripciones que no son ficción.
Gracias Alex, quise poner de manifiesto que la linea entre los supuestos de bien y mal es tan fina que a veces ni siquiera se percibe. No sé ni porqué, pero por alguna razón que todavía no entiendo terminé poniendo elementos de aquella historia vetada al servicio de este cuento. Gracias por leerlo y por tu comentario.
EliminarEsto si es terror!!!, impactante
ResponderEliminarGracias Unknown, la lectura del mes de octubre me quedó debiendo tanto que opté por escribir un relato corto donde si pasara algo... :D
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