Buenos Aires, 1929
—¡Señor Chiclana... señor Chiclana! ¿se siente usted bien señor?
Sebastián Careno daba leves palmaditas en el hombro de Jacinto Chiclana, desplomado este último sobre la mesa de siempre en el Café de Los Angelitos, mareado como un borracho, pálido como una hoja de papel, sufriendo terribles dolores musculares, delirio febril, nariz ensangrentada y transpiración fría.
Chiclana apenas comenzaba a reaccionar, intentando abrir los ojos enrojecidos con gran dificultad, sucumbiendo un parpadeo tras otro ante la necesidad de cerrarlos. Se lo vio recompuesto y lúcido pasada casi media hora, solo después de las continuas y esmeradas atenciones del mozo, que no permitía que nadie más se acercara a servir al que consideraba su cliente más especial. ¡Grande Chiclana! —solía decir Careno— ¡nadie con paso más firme habrá pisado la tierra!
Ya había perdido la cuenta de las veces que repitió las mismas asistencias y cuidados, fuera con Chiclana o con cualquiera de los otros sujetos que misteriosamente aparecían postrados en aquella mesa, o que de la misma forma sobrenatural se esfumaban mientras caminaban sobre el piso del café. Circulaba entre los mozos el rumor de que estos tipos eran parte de una secta de magos que iban y venían en el tiempo. No faltaba quien aseguraba que, años atrás, todos ellos habían estado reunidos en el café, en una suerte de oscuro concilio.
Muy por debajo de la apariencia de bobo, Careno era un sujeto curioso, observador y reflexivo. No pocas veces había intentado secretamente repetir, sin éxito, aquellos misteriosos pasos sobre el cuadriculado tablero de baldosas del café. Y preguntaba, ¡cómo preguntaba! Chiclana era el único que le respondía, aun cuando sus respuestas fueran en claves que excedían por mucho su comprensión. Poco le importaba eso a Careno, un solitario inmigrante que valoraba cualquier grado de atención y hasta el más mínimo esbozo de conversación, así fueran unas cuantas palabras, escasas y confusas. Fue así, de a poco, que terminó por instalarse entre ellos una serena cordialidad y una robusta confianza. Los ávidos oídos de Careno finalmente escucharían las fantásticas narraciones de boca del propio Jacinto Chiclana.
—Debe usted andar con mucho cuidado señor. Hace unos días se apareció el menor de los Iberra, Ñato. Se le veía muy mal, era claro que había hecho un viaje más largo que los habituales. Estuvo desvariando largo rato, gritando que lo buscaría a usted hasta matarlo, que era una misión importantísima que se aseguraría de cumplir. Luego lloraba nombrando a una tal Charlotte, hasta que por fin despertó y me lanzó su habitual mirada de desprecio.
—Iberra, pobre diablo. No sabe ese miserable Abel que está escrito que su propio Caín habrá de atravesarlo.
—También ha estado por aquí, varias veces, aquel tipo extraño que usted me pidió que vigilara, el niño bien que ganó el premio literario de la municipalidad, el que se la pasaba preguntando por los tangueros y milongueros, buscando quien le contara de algún duelo de cuchillos.
Chiclana escuchaba en silencio y su mirada se expandía a través del vaso de vermú. Nunca antes se lo vió tan perturbado.
—Yo estaba perdido, Careno. Nadie sabía mi nombre, nadie me reconocía, ¡ni siquiera en mi barrio! Y él se me hacía conocido de algún lado. Lo seguí desde Palermo hasta Los Angelitos, y esperé. Él nunca me vio. Fue ahí cuando lo vi recostarse sobre el piso del café y quedarse absorto por unos minutos, para luego incorporarse y caminar hasta atravesar un espejo que se proyectaba en la pared. Un espejo que solo unos momentos antes no estaba ahí, y que desapareció en el preciso instante en que él lo cruzó. Repetí cuidadosamente cada una de sus acciones. Recostado en el piso, miré hacia el mismo sitio en que él se había quedado como hipnotizado... y entonces vi el universo en un cristal. No sé cuánto tiempo estuve ahí, embobado, descubriendo cosas, recordando otras, contemplándolas. Volví por fin de mi abstracción y vi el espejo proyectado al otro lado del café. Decidido, caminé hacia él y lo crucé. Para mi decepción, seguía ahí mismo, en el café. No había ido a ninguna otra parte, o eso creí entonces. Turbado, salí del recinto echando maldiciones y volví a Palermo, donde, para mi sorpresa, ahora todos me reconocían y saludaban. Esa noche fui cerca de Maldonado, y entre tangos y milongas, compadritos y mujeres, brotaron los pasionales duelos de cuchillos. Entonces lo vi de nuevo, abstraído, boquiabierto, atónito, vicioso y procaz frente al espectáculo de sangre. Lo aceché varias horas hasta que finalmente volvió al Café de Los Angelitos a ejecutar la rutina, esta vez a la inversa. Lo seguí de nuevo, pero al cruzar el espejo no lo vi más. Ahora tengo claro que este es mi tiempo, pero definitivamente no es mi dimensión, aquí nadie me conoce.
—El sujeto ha estado viniendo todas las noches cerca de la hora de cierre. No falta mucho para eso, podría usted esperarlo, señor.
—No hace falta, Careno. Sé bien quién es. Pude verlo de nuevo en Maldonado y en Palermo, y eso me dio nuevas oportunidades de ir tras él. Lo seguí al pasado, al año 1880, a los casinos de baja estofa del Once y de Constitución, a las casas malas del Centro, a la calle del Temple, hacia Paseo de Julio, a Junín y Lavalle. Frecuentaba con entusiasmo los sitios donde vieron sus albores el tango y la milonga. Luego lo seguí al futuro, al año 1965, al primer piso del número 82 de la calle General Hornos. Ahí leyó sus apuntes a un sujeto ciego que, por el asombroso parecido, bien pudiera haber sido su padre... pero no lo era. Me quedé el tiempo suficiente para escuchar las letanías que el ciego impartió sobre los inicios del tango, la configuración del Buenos Aires de aquellos pagos, y la esencia de ser gaucho, compadrito... argentino. Todo cuanto el ciego decía me parecía tan familiar y cercano. Era como escuchar por primera vez la voz de mi padre, y tener la inobjetable certeza de que era él.
—¿Quién era el ciego, señor?
—Era el mismo hombre que he seguido todo este tiempo, pero más viejo. Era dios, el hacedor, el inmortal, el creador. No de este mundo, sino del mío. Lo que vi y escuché en aquellos días me lo dejó claro como el rocío. La última de sus alocuciones, dio paso a una presentación artística, por demás reveladora:
"Y ahora, concluyo, les agradezco su paciencia. Y ahora, me han dicho que hay una sorpresa, para ustedes y para mí, sobre todo, para mí también, que es la de un recitador, que está aquí, y después, oiremos, como siempre, al maestro, al maestro que irá siguiendo cronológicamente, y de un modo muy superior al mío, las diversas vicisitudes emocionales del tango."
—¿Qué cosa le fue revelada, señor?
—Una milonga, Careno. Una maldita milonga que lleva mi nombre, escrita por mi creador en el futuro de tu mundo, en 1965. Es por eso que nadie me conoce en la actualidad de tu desabrida y desesperante realidad. Aquí, en 1929, soy poco menos que un esputo lanzado a la calle fangosa, una miserable e inmunda canción desconocida de un tiempo que aún no llega, un absurdo y patético anacronismo. Yo solo pertenezco a la parca, sucinta y estúpida realidad del otro lado del espejo. Como verás, ya no estoy seguro de ser, pero sí de llamarme Jacinto Chiclana.
Careno sonrió con desconcierto.
—¡Es imposible señor! usted es una persona real... ¡usted existe!
—El recitador remató con una segunda pieza, otra lacerante composición del hacedor:
EL TANGO
¿Dónde estarán?, pregunta la elegía
de quienes ya no son, como si hubiera
una región en que el Ayer pudiera
ser el Hoy, el Aún y el Todavía.
¿Dónde estará (repito) el malevaje
que fundó en polvorientos callejones
de tierra o en perdidas poblaciones
la secta del cuchillo y del coraje?
¿Dónde estarán aquellos que pasaron,
dejando a la epopeya un episodio,
una fábula al tiempo, y que sin odio,
lucro o pasión de amor se acuchillaron?
Los busco en su leyenda, en la postrera
brasa que, a modo de una vaga rosa,
guarda algo de esa chusma valerosa
de los Corrales y de Balvanera.
¿Qué oscuros callejones o qué yermo
del otro mundo habitará la dura sombra
de aquel que era una sombra oscura,
Muraña, ese cuchillo de Palermo?
¿Y ese Iberra fatal (de quien los santos
se apiaden) que en un puente de la vía,
mató a su hermano el Ñato, que debía
más muertes que él, y así igualó los tantos?
Una mitología de puñales
lentamente se anula en el olvido;
una canción de gesta se ha perdido
en sórdidas noticias policiales.
Hay otra brasa, otra candente rosa
de la ceniza que los guarda enteros;
ahí están los soberbios cuchilleros
y el peso de la daga silenciosa.
Aunque la daga hostil o esa otra daga,
el tiempo, los perdieron en el fango,
hoy, más allá del tiempo y de la aciaga
muerte, esos muertos viven en el tango.
En la música están, en el cordaje
de la terca guitarra trabajosa,
que trama en la milonga venturosa
la fiesta y la inocencia del coraje.
Gira en el hueco la amarilla rueda
de caballos y leones, y oigo el eco
de esos tangos de Arolas y de Greco
que yo he visto bailar en la vereda,
en un instante que hoy emerge aislado,
sin antes ni después, contra el olvido,
y que tiene el sabor de lo perdido,
de lo perdido y lo recuperado.
En los acordes hay antiguas cosas:
el otro patio y la entrevista parra.
(Detrás de las paredes recelosas
el Sur guarda un puñal y una guitarra).
Esa ráfaga, el tango, esa diablura,
los atareados años desafía;
hecho de polvo y tiempo, el hombre dura
menos que la liviana melodía,
que solo es tiempo. El tango crea un turbio
pasado irreal que de algún modo es cierto,
el recuerdo imposible de haber muerto
peleando, en una esquina del suburbio.
EL TANGO
¿Dónde estarán?, pregunta la elegía
de quienes ya no son, como si hubiera
una región en que el Ayer pudiera
ser el Hoy, el Aún y el Todavía.
¿Dónde estará (repito) el malevaje
que fundó en polvorientos callejones
de tierra o en perdidas poblaciones
la secta del cuchillo y del coraje?
¿Dónde estarán aquellos que pasaron,
dejando a la epopeya un episodio,
una fábula al tiempo, y que sin odio,
lucro o pasión de amor se acuchillaron?
Los busco en su leyenda, en la postrera
brasa que, a modo de una vaga rosa,
guarda algo de esa chusma valerosa
de los Corrales y de Balvanera.
¿Qué oscuros callejones o qué yermo
del otro mundo habitará la dura sombra
de aquel que era una sombra oscura,
Muraña, ese cuchillo de Palermo?
¿Y ese Iberra fatal (de quien los santos
se apiaden) que en un puente de la vía,
mató a su hermano el Ñato, que debía
más muertes que él, y así igualó los tantos?
Una mitología de puñales
lentamente se anula en el olvido;
una canción de gesta se ha perdido
en sórdidas noticias policiales.
Hay otra brasa, otra candente rosa
de la ceniza que los guarda enteros;
ahí están los soberbios cuchilleros
y el peso de la daga silenciosa.
Aunque la daga hostil o esa otra daga,
el tiempo, los perdieron en el fango,
hoy, más allá del tiempo y de la aciaga
muerte, esos muertos viven en el tango.
En la música están, en el cordaje
de la terca guitarra trabajosa,
que trama en la milonga venturosa
la fiesta y la inocencia del coraje.
Gira en el hueco la amarilla rueda
de caballos y leones, y oigo el eco
de esos tangos de Arolas y de Greco
que yo he visto bailar en la vereda,
en un instante que hoy emerge aislado,
sin antes ni después, contra el olvido,
y que tiene el sabor de lo perdido,
de lo perdido y lo recuperado.
En los acordes hay antiguas cosas:
el otro patio y la entrevista parra.
(Detrás de las paredes recelosas
el Sur guarda un puñal y una guitarra).
Esa ráfaga, el tango, esa diablura,
los atareados años desafía;
hecho de polvo y tiempo, el hombre dura
menos que la liviana melodía,
que solo es tiempo. El tango crea un turbio
pasado irreal que de algún modo es cierto,
el recuerdo imposible de haber muerto
peleando, en una esquina del suburbio.
—Esta es la única verdad, Careno, que Iberra y yo no somos reales. Somos meras invenciones, letras en un libro, versos maquinales, notas musicales. Tan solo somos tango y milonga.
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