¿Qué te ha sucedido Chiclana? ¿Será posible que alguien como yo, que jamás he considerado tener astucia o sagacidad al momento de hablar o escribir, haya sido capaz de provocar en ti ardor y reproches? Te leo una y otra vez, de arriba hasta abajo, te leo en cada letra negra y te leo en las letras blancas que dejan las primeras, y solo encuentro desconcierto, sandeces, pretensión y vanidad.
¿Por qué pones en duda que la alegría pueda venir a mí después de darte muerte? Chiclana, ¿no eres capaz de ver en mí otra cosa que no sea esclavismo? Sé perfectamente qué es lo que quiero de ti Chiclana, no hay malentendidos en ello: tu cuerpo supino, dócil y putrefacto, vaciado de su sangre o abierto mostrando sus entrañas, tirado en una esquina, bajo una escalera o en un callejón, con los ojos perdidos o llenos de sorpresa, pero muerto.
Me sorprende que tú y tu filosofía, la que quiero seguir considerando acertada, no sean lo suficientemente puntillosos para ver en mi aparente posición de sometimiento y servidumbre, una aceptación de la futilidad, mortalidad y finitud que es marca de todas las cosas, lo que a mi entender es una doctrina sensata y lógica, para enrollarse y afrontar las complicaciones de este universo. Con tu asesinato voy a cumplir un deseo que siempre ha estado inscrito bajo cielos inmensos, no solo sobre el techo de mis imaginerías. Estoy no solo a merced del odio, sino de la lealtad.
El problema de gente como tú, es que siempre anda por la historia como si no hubiese reglas que contaran los pasos y rastrearan los caminos. Eres de esos hombres que quieren ser milagros perennes, agentes del caos, que no admiten limitaciones, porque su cariño se aferra más a la rebeldía que a la realidad. Hombres como tú, terminan mandando al diablo todo lo sagrado, y el karma es lo más profano de todo ello. No te apresures Jacinto Chiclana, yo no soy, en lo más mínimo, un protector de lo sagrado, lo sagrado por sí mismo se sostiene. Llámame un apologeta del recordatorio, o una agenda futura de lo que ya se ha cumplido. A través de mí y el cuchillo, se hacen carne los designios cumplidos del tiempo, cosas que tu egoísmo no alcanza a comprender.
Por tu carta me queda claro que he andado en tierra francesa y, al parecer, en tiempos de chifladuras. También, gracias a tus referencias, me ha resultado fácil entender la causa de estar aquí, donde te escribo esta carta. Este tema de las cabezas y decapitaciones anda haciendo de las suyas sobre mi trayecto.
El ‘Angelito’ estaba llenísimo. Debajo del servilletero sobre la mesa con el cartel de reservado, reminiscencia de dos ausencias que se están encontrando, me esperaba tu última carta, la cual no pude leer al instante. Careno, ese cretino que no deja de masticar tus simpatías y tu recuerdo, me interrumpió. Dejé al idiota y, al dar paso al tiempo, el azulejo cuadriculado, estratégico, ese piso de ajedrez del café, ya era asfalto, ya era 1922.
Nueva York, 1922, aquí estoy, sentado en una cómoda silla aterciopelada dentro del teatro Hippodreome. ¿Qué hago aquí? buscarte y, sorprendido de encontrar más trozos de mí que de ti. A las afueras del teatro, un enorme cartel invitaba a los neoyorquinos a ser testigos del último gran misterio (al menos así lo dice el cartel) de Kellar: self – decapitation. Este simpático señor, Harry Kellar, se dedicaba a las ilusiones, supercherías y sortilegios, cosas de las que nunca he sido devoto, pero tampoco he tenido el valor para rechazarlo por completo. De manera concienzuda, considero que estas ilusiones comparten más de alguna cosa con mis ideas de la vida.
El espectáculo estaba programado para la noche, lo que me dio tiempo suficiente para caminar por la ciudad, siguiendo las habituales rutinas de búsqueda, de la que poco o nada me falta para catalogarla como milenaria. En los callejones, aceras, parques y esquinas, lugares recurrentes en los que solemos aparecer con cada paso al tiempo, me he encontrado con vagabundos, borrachines, mujeres fáciles, pestilencia a orines y basura, en las paredes de los edificios hay ecos de voces italianas, judías y polacas. No necesito ir a Auschwitz para ver un matadero pasivo, aquí en América, estos edificios habitacionales llamados tenement, son máquinas democráticas de exterminio; quién sabe, quizá estos americanos resultan mejores asesinos que nosotros. Terminé por descartar Nueva York antes de las seis de la tarde, la curiosidad del espectáculo pudo más con mi paciencia. Además, no exagero, me sobra el tiempo para encontrarte.
El espectáculo en el Hipódromo ha sido organizado por otro mago, me siento avergonzado al confesar que no soy capaz de recordar su nombre. Harry Kellar ha estado fuera de la escena desde hace varios años y este jovencito lo ha hecho volver a la luz del reflector. Kellar ha iniciado con formidables ilusiones, pero mi interés estaba en su último gran misterio. ¿Te imaginas: el último gran misterio? Aquí reside esa cábala con la que tanto simpatizo: el truco y la magia son gimnasios de la razón.
La presentación estaba llegando a su final, cada ilusión y trampa visual habían sido asombrosas y coloridas, cuando de pronto la oscuridad y el silencio se lo llevaron todo. El joven mago sacudió el teatro con su voz al asegurar que jamás en la historia, ni brujos y chamanes, hierofantes y faquires, lograrían alcanzar la hazaña y la grandiosidad del magnífico Harry Kellar que estaba a punto de realizar su último gran misterio: decapitarse. La luz del reflector se posó sobre una silla solitaria, puesta al centro de la tarima, la gente, nosotros, todos estábamos ansiosos de lo que estaba pronto a suceder. Alrededor de mí, las personas hacían esfuerzos soberbios para evitar murmurar y respirar, esa espera nos estaba arrancando el corazón del pecho y, de pronto, estábamos escuchando pasos sobre la tarima.
La noche de la tarima, que siempre es engañosa, nos hizo creer que aquello del último gran misterio era una farsa. Arriba solo veíamos a Kellar caminar con lentitud, cuando todos esperábamos verlo entrar con alguna espada o guillotina, para cortarse la cabeza de un tajo limpio y helado. Cuando Kellar llegó a la silla, los corazones que ya casi habían logrado abandonar el cuerpo, cayeron en picada en el agujero del estómago. Los murmullos se habían transformado en horror, en agonías y una asfixia popular. Harry Kellar se había sentado en la silla sin la cabeza. No tenía cabeza. Kellar no tenía cabeza. Harry Kellar no tenía su propia cabeza. Nadie pudo aplaudir, era imposible reaccionar a ese terror desmembrado; a lo mejor los franceses que tu describes, serían los únicos dispuestos a celebrar a un descabezado. Pero la cosa no terminó ahí Chiclana.
La mayoría de nosotros, puestos en pie, obligando a nuestros ojos a entender al descabezado cuerpo que estaba en la tarima, caímos sentados y hambrientos de sentido común, cuando vimos un enorme huevo reluciente que orbitaba sobre la tarima a diferente velocidad, alumbrando cual satélite solar la oscuridad del telón y la de nuestra mirada. El satélite anduvo por todo el escenario, mientras nosotros esperábamos que se mantuviera ahí, lejos, porque de acercarse nadie tenía la menor idea de qué se debe hacer o cómo se le debe hablar a una sonriente, bonachona y alegre cabeza flotante. Harry Kellar se había decapitado a sí mismo, y su cabeza fantasmal se desplazaba en el escenario del teatro, buscando el cuerpo que había abandonado. Fueron minutos los que tuvimos que esperar para que alguien soltara el primer aplauso; un aplauso que era la desesperación provocada por la incertidumbre que nos hacía dudar del lugar de nuestra propia cabeza.
He quedado maravillado con el hechizo, y más aún, estoy rendido a su filosofía, que certifica que, todo hombre conoce las reglas que rigen y ordenan el mundo y que doblar no es lo mismo que romper. El magnífico Harry Kellar puede mil y un millón de veces tentar a la muerte, burlarse de ella, jugar en el delgado hilo que divide el respiro del vacío pero, llegado el momento, con o sin cabeza, en la silla o en su cama, caerá rendido sobre la esplendorosa negrura que es la muerte, que tiene por misterio hacer desaparecer de la mente de los hombres, el día de su llegada. ¿Ves porque no puedo negarme a los magos, pero puedo detestar lo que tú eres?
Todo esto de las cabezas ha quedado como una impronta severa en mi espíritu, si has tenido que ver en ello o no, da igual, al menos sé que esto de las cabezas a ti te tendrá que llegar, porque ahora lo he decidido, y que esta carta sirva de juramento: ¡haré de tu muerte un obelisco de terror que llevará por corona tu cabeza cortada por mi cuchillo!
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Quiero ser comedido con lo siguiente y, ten cuidado, que mi duda no sea para ti un síntoma de debilidad: ¿a qué te refieres con el concilio del café ‘Los Angelitos’?, ¿qué misiones?, ¿cuál olvido? sí, admito que tengo jaquecas, que he sangrado y que hay cosas que me resultan empantanadas en el recuerdo, pero jamás he dudado u olvidado de que estoy a tiempo para matarte. Ignoro qué intentas provocar en mí, desdichado bultuntún, con esos comentarios sobre curarme de mi ceguera, de hacerme saber lo que no sé. ¡Patrañas y porquerías! eso es lo que son tus acertijos.
¡Y no me digas qué hacer!, mis demonios son los devorados.
Antes de concluir esta carta, no quiero olvidar responder que no Chiclana, no. No me asquea que los hombres disfracen de moralidad sus odios, porque creo que todos los odios son en sí mismos morales, pero sí, aborrezco a los hombres sin moral como tú, que llevan un cuchillo por cabeza, que solo quieren cortar, cortar, cortar.
Hasta tu muerte o la próxima carta.
Dicen estar en América,
Dicen es 1922,
ero seguro de ser,
Ñato Iberra.
“Eppur si muove”.
Posdata: Te solicito que te dirijas a los Iberra con más respeto. Aunque ignoro cómo es que has llegado a conocer a Juan, métete en la cabeza que jamás lograrás estar a la altura de su cuchillo.
Ñ.I.
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