Buenos Aires, 1929
Establecido el hecho de que los decapitados no escriben cartas, me estoy planteando seriamente dejarte vivir y alargar este juego, solo por la diversión de seguir leyendo las tuyas.
¡Ah, Iberra! ¡El atormentado, poco astuto y menos sagaz Iberra! ¿Preguntas qué me ha sucedido? ¿conoces acaso una 'mejor versión' de Jacinto Chiclana? ¿te decepciona el asesino desconcertado, sandio, pretencioso y vanidoso que dices leer (y releer) en mí? Apuesto que aún después de responderme has seguido leyendo (y releyendo) mi carta. Dime, ¿aprendes con la repetición u olvidas dos veces?
Pensándolo mejor, concluyo que será más provechoso para ti que te vuele la cabeza, visto que no tienes posibilidad alguna de encontrar 'alivio, paz y alegría'. ¿Ves cómo también puedo ser humanitario?
Tus fervientes lealtades me entretienen más que escuchar a Gardel, pero definitivamente no las pongo en duda. A estas alturas no me sorprendería que hayas jurado como niño explorador en las patrullas de Lomas de Zamora, que creas en el amor eterno o que te confieses con el párroco de tanto en tanto. Lo que realmente me intriga es si al menos recuerdas a qué eres leal. Es cosa bastante común en el hombre que, a falta de certezas y apenas provisto de borrosos recuerdos, busque refugio y consuelo en sus propios instintos e imaginerías.
¿A través de ti y el cuchillo se hacen carne los designios cumplidos del tiempo, cosas que mi egoísmo no alcanza a comprender? ¡Vaya delirios! ¿cómo haces para pasar tan rápidamente de provocarme risas a infundirme lástima? Eres tú, Iberra, quien no ha comprendido. Todos los seres, en cualquier plano de realidad o ficción, somos las heridas sangrantes del tiempo. Cuando toda cosa viva haya muerto, nada en absoluto reflejará la existencia de un tiempo que transcurre. Nada quedará excepto la desoladora imagen eterna de lo estático.
No tengo porqué mentir, buscarte me interesa tanto como aprender un oficio o labrar la tierra. Pero te advierto que no seré yo quien arroje el cuchillo al arroyo Maldonado si llegas a asomarte. Tanto me irrita el gamberro picapleitos como el pacifista apático. No se niega una puñalada (o dos) a quien te busca tan afanosamente. Fue precisamente por eso que, conocedor de la historia y ansioso como estoy por profanarla, fui al salón de Julia en el Barrio Santa Rita, destripé al 'Pegador', destacé al 'Corralero' y me llevé a 'la Lujanera'. ¡Es asombroso el grado de perversidad que puede alcanzar ese tipo de mujer que a sabiendas elige irse con un asesino! ¿Pero qué sabrás tú de esas mundanalidades, si en tu justiciero apostolado desdeñas los efímeros placeres del hombre rebelde?
Sí Iberra, estuviste en Francia. Y sí, eran tiempos locos en los que resultaba extremadamente difícil mantener la cabeza en su lugar. ¡Imagino la resaca brutal que tuviste al retornar a Los Angelitos! Uno vuelve hecho un guiñapo, agotado, plagado de dolores, con la vista nublada, la nariz sangrante y los terribles mareos. El crudo retrato de un borrachín vapuleado por el alcohol añejo del tiempo que se mueve.
Estaremos de acuerdo en que se requiere de un largo rato para recuperar la conciencia y la compostura. Si en lugar de detestar a Careno aceptaras de buen grado sus bromas estúpidas, y si de vez en cuando mostraras siquiera un poco de humor del color que fuera; entonces el idiota bienintencionado te sería de gran ayuda. Estaría presto a llevarte agua para asearte y una toalla para secarte. Te serviría un buen Fernet con vermú rojo para entonar la barriga, pan con aceite, vegetales asados, un espléndido bife de chorizo aun más rojo que el vermú y, a manera de cierre, un revivificante espresso, tan negro y amargo como tus recuerdos. ¡No me dirás que ahora eres vegetariano, Iberra, no pierdas de vista que de carne somos!
¿Sientes envidia? No puedes culpar a Careno por admirarme. Me parece que te hace falta aprender a reírte de ti mismo, enterarte un poco de lo patéticos, absurdos y ridículos que somos. ¿Crees que soy un hombre sin moral? Te informo que tengo un preclaro sentido del bien y el mal: Todo lo que no me satisface es malo. Y he de cortarlo sin remordimientos. Cortar, cortar, cortar…
¿Sientes envidia? No puedes culpar a Careno por admirarme. Me parece que te hace falta aprender a reírte de ti mismo, enterarte un poco de lo patéticos, absurdos y ridículos que somos. ¿Crees que soy un hombre sin moral? Te informo que tengo un preclaro sentido del bien y el mal: Todo lo que no me satisface es malo. Y he de cortarlo sin remordimientos. Cortar, cortar, cortar…
Dos cartas y se me hace evidente que eres hombre de 'postales', un auténtico reportero del tiempo. Me enviaste una crónica desde Francia y ahora otra desde Nueva York. ¿Ves cuánto haces, hasta sin quererlo, por obtener mi indulgencia? ¡Es divertido verte siguiéndome, buscando pistas, jugando al gallito ciego y dándote continuos cabezazos contra las paredes! ¡Hasta me siento comprometido a enviarte yo mismo una 'postal'! No desentonaré, lo prometo. Sé lo mucho que te interesan las decapitaciones, y más aún si encuentras en ellas una connotación sagrada. Por eso ignoré tu pregunta sobre el río egipcio convertido en sangre. Me aburre la sola idea de herir un río. Pero la figura de un ángel destructor que en una sola noche hiere de muerte, uno por uno, a millares de primogénitos, eso es otra cosa. La poderosa imagen de un dios afilado me resulta inspiradora.
Me lo pensé dos veces antes de decidirme a hacer un viaje tan atroz que incluso pudo matarme. Imaginarás los terribles efectos físicos de retroceder en el tiempo más de 3,400 años. Desperté hecho un despojo humano, en una choza cerca de un río cuyas riberas estaban llenas de campos de cultivo. Una pareja de viejos me cuidaba y alimentaba como a su propio hijo. Sus pieles requemadas y sus manos ásperas eran huellas evidentes del peso de su esclavitud, pero sus ojos tenían un brillo de optimismo que muy pocas veces he visto en otro tiempo. Aún convalecía cuando una densa nube cubrió el cielo hasta oscurecerlo. El zumbido que emitía el enjambre de langostas era ensordecedor y la negra mancha tardó horas en pasar sobre nuestras cabezas rumbo al oeste, hacia el otro lado del río. Caminé con dificultad afuera de la choza y contemplé atónito la impresionante escena. El viejo alzaba los brazos tostados hacia el cielo mientras su mujer lloraba conmovida. Ambos cayeron sobre sus rodillas y se prosternaron, emitiendo entre sollozos sentidas exclamaciones en una lengua que yo no entendía, pero cuyo significado me resultaba claro, transparente.
Moshé fue el nombre que más veces escuché por aquellos días. Par'ho se había negado de nuevo a liberar a los esclavos, y ahora el dios de Moshé, Avraham y Ya'akov enviaría una nueva plaga sobre Mitzraim. Entonces hubo tres días de espesa oscuridad. Más que solo las tinieblas, era una fuerza tan envolvente e impenetrable que bajo ella el fuego no prosperaba ni irradiaba su luz. Tampoco había sonido alguno. Las palabras no llegaban a ser audibles ni siquiera para quien las pronunciaba. La imposibilidad de ver y escuchar a los otros hacía que todos se sintieran tan angustiados, solos, pequeños y desvalidos, que no fueron capaces de levantarse de sus lugares en todo ese tiempo. Estaban paralizados, mudos, llenos de miedo, como si hubiesen sido tragados por las fauces del terror y llevados vivos a las honduras de la muerte.
En nuestras riberas, en cambio, la luz del sol era intensa y el ánimo de la gente estaba por las nubes. Moshé había dado indicaciones para que cada familia preparara un cordero que debía ser degollado en cuatro días. Había sido especialmente enfático al decir que era necesario pintar la puerta de la casucha con la sangre del animal, y comer su carne al finalizar el día. Finalmente entendí que la sangre era una señal para que esa noche el ángel verdugo pasara de largo por las casas marcadas. ¡Ay de aquella familia en cuya casa el vengador no encontrara dicha señal, porque ahí mismo sería ejecutado su hijo primogénito!
Todo el mundo se encerró a observar los ceremoniales indicados por Moshé, pero yo no podía dejar de presenciar esa descomunal cadena de ejecuciones. Salí de la choza y me puse a caminar bajo el pesado manto de la noche de los tiempos. Una inmensa luna llena guió mis pasos hacia los primeros poblados exentos de marca. De súbito caí al suelo con estrépito, desplazado con violencia por una fuerza sobrenatural que aún no logro discernir si fue un rayo o un ventarrón de velocidad inaudita, lanzado con furia hacia los cuatro puntos cardinales. Quedé frío como un témpano, con la cabeza aturdida, las extremidades adormecidas y los músculos anquilosados. Y cuando pensé que no podía sentir más impotencia, su poderosa estela se llevó mi aliento, como si un feroz remolino hubiera aspirado todo el aire del lugar, vaciando mis pulmones por completo. Nunca llegué a ver nada, pero me erizaba una y otra vez a causa de aquella presencia poderosa y aplastante que atravesaba el país con el filo de su espada, hiriendo a cada familia, cortando de un tajo la primicia de su descendencia y cercenando su futuro de manera fulminante.
Cerré los ojos y entonces pude ver, en la diáfana gota de un segundo, la paradoja brutal de lo fugaz y lo eterno, esa fuerza majestuosa capaz de torcer el tiempo y segar la vida con tamaña velocidad y precisión. Nunca antes ni después estuve ante nada semejante a ese ángel destructor. Admírate tú con Harry Kellar y con Houdini, ese otro Harry cuyo nombre te avergüenzas de no recordar.
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Eres un pobre abanto, comedido y débil, Iberra. ¿A qué tanta vuelta muchacho? Tu patético titubeo entre sí pero no, más pero menos y quiero pero no debo; me impulsa más a terminar con tu sufrimiento que a enterarte de una verdad que te hará sufrir con creces. Pero imperiosa y sádica es mi naturaleza: yo te diré qué hacer y tú obedecerás sin rechistar.
Asumo que tomaste esta carta de debajo del mismo servilletero y la estarás leyendo en la misma mesa, en el mismo piso cuadriculado del Café Los Angelitos. Prepárate entonces para abrir los ojos por primera vez en tu vida. Bebe una copita de coñac, apaga las luces y camina por la orilla hasta la decimonona baldosa. Te acuestas en el piso en decúbito dorsal, con la cabeza en la baldosa ya indicada y te quedas quieto viendo hacia la pared. Tras unos minutos de inmovilidad te llegará la acomodación ocular.
¿Te gusta la magia? Ahora verás en una pequeña esfera de apenas tres centímetros de diámetro el universo entero, toda la gente, todos los lugares, todos los tiempos… y querrás absorber y guardar cada detalle. Estaremos de acuerdo en que eso es imposible, tendrás que enfocarte. Cerrarás la boca, te limpiarás la baba, quitarás la vista del fantástico microcosmos de la pared y la dirigirás hacia el otro lado, al espejo proyectado en el panel de enfrente. Caminarás hacia él y no te detendrás hasta traspasarlo, hasta llegar al piso del otro lado del espejo, a la ampliación de la realidad del tiempo. El imaginario de los espejos abre múltiples ventanas y pasadizos no solo a otras épocas, sino también a otras realidades y ficciones. También aquí, en este reflejo ampliado del piso de Los Angelitos, harás la misma rutina milenaria que de sobra conoces.
Ya que has seguido con obediencia todas mis órdenes hasta este momento, nada te impide viajar al Uruguay, al año 1882. Al llegar ahí debes buscar a Ireneo Funes. Pregúntale por Ñato y Juan Iberra, por Jacinto Chiclana, por Maneco Uriarte, Duncan, Juan Dahlmann, Juan Almanza y Juan Almada... pregúntale por el Concilio del Café Los Angelitos.
Escucha al memorioso y sé libre, Iberra. Disfruta la libertad y sufre la verdad por el breve espacio de tiempo que te queda. Muy pronto habrás perdido la carrera por una cabeza, por esa testa de dócil potrillo, que musicalmente rodante ofrendarás a mis pies.
Ya no estoy seguro de ser
pero sí de llamarme