Tras un respetabilísimo “Bonjour Monsieur”, “Bonjour Madame”, Amélie Nothomb, toda de negro, pálida como una brujita tímida entrada en años, sin maquillar, me conduce en silencio por un largo pasillo oficinesco con incontables puertas cerradas. Esbelta, segura, se detiene sin pestañear, abre una puerta gris ceniza, una entre muchas otras, frente al ventanal de un jardín interior con plantas de sufrida palidez urbana. “Entre, usted primero”, me dice; tranquila, confiada, sin ninguna huella de los estragos de su lejana adolescencia anoréxica. Entro. En una minúscula celda de oficina, sin ventanas, los libros y paquetes sin abrir se amontonan hasta el techo. Hay cartas abiertas y sin abrir por todas partes. Sobre una mesita de ruedas. Sobre los estantes. Sobre la grisácea mesa metálica que nos separa muy dignamente. Ella sentada, muy tiesa, serena, esperando silenciosa. Yo, no menos silencioso, buscando sin encontrar un lápiz, un bolígrafo o algo así, cuya búsqueda prolongo no sin cierta coquetería.
¿No piensa tirar a la basura todas estas cartas que se amontonan por todas partes?
¡No..!
Es usted muy piadosa.
Siento mucho respeto y cariño por mis lectores. Me escriben muchísimo. Paso varias horas al día respondiendo, como puedo.
Son su fondo de comercio.
¡No..! Los quiero y respeto. Aunque no siempre puedo atender sus peticiones. Hay quienes me piden el teléfono de una tenista francesa o un rockero americano. No sé qué decirles. Otros me piden una cita, quieren conocerme.
Debiera buscarse una secretaria.
Me gusta responder personalmente a mis lectores. En la medida de mis posibilidades. Puede llegar a ser un trabajo duro. En ocasiones, tras varias cartas intercambiadas, algún lector dice querer conocerme personalmente para dejar de ser un personaje de ficción, un ser imaginario.
Pura ilusión.
Vivo en mi mundo de ilusión desde niña. Cuando aprendí a escribir mis padres me obligaban a escribir todas las semanas a mi abuelo belga. No sabía qué decirle pero terminaba escribiendo. Debía inventármelo todo, contar historias.
Y siguió escribiendo cartas.
Quizá, sí. La escritura y sus mundos de imaginación son una realidad bien palmaria. En mi caso, me levanto muy de mañana, a las cuatro o las cinco. Escribo durante tres, cuatro, cinco horas. Luego, a lo largo del día, hago otras cosas. Y respondo a mis lectores.
Hay algo angustioso en esa reclusión en uno, varios o muchos mundos imaginarios.
En la vida hay de todo. Cosas angustiosas, felices, tristes, crueles, hermosas. La literatura, las palabras, crean nuevos mundos que están ahí. Y las palabras nos ayudan a descubrir.
¿No se atreve a escapar a esos mundos de palabras e ilusión?
Soy sensible a todo cuanto me rodea. Un día, leí en los periódicos la historia de una epidemia de obesidad entre los GI americanos en Irak. Algo tan inmediato, tan real, como usted dice, provocó en mí reacciones muy íntimas.
A partir de ahí, escribió Una forma de vida.
No “investigué” nada. Sencillamente, dejé que las palabras y la imaginación me revelaran la historia que estaba en mí y que debía contar.
En cierta medida, esa historia es una “revuelta” contra el orden establecido a través de la obesidad. Y quizá tenga muchas cosas en común con su propia historia de niña y adolescente cuya callada rebeldía se manifestaba a través de la anorexia.
La anorexia puede llegar a ser algo muy grave. Una herida interior muy dura y difícil de curar. Me gustaría poder haber ayudado a otras jóvenes y adolescentes que han sufrido lo que yo sufrí.
Tras la anorexia, los personajes obesos aparecen y vuelen a aparecer a lo largo de su obra.
La anorexia quizá tenga en común con la bulimia las ganas desmesuradas de comer, sin posible satisfacción; algo parecido a los estados de alucinación.
En sus alucinaciones, sus gordos, como el GI americano, algo tienen de rebeldes callados y sufridos cuya bulimia es una manera trágica de “contestar” el orden establecido.
En cualquier caso, esos problemas alimenticios nos dicen cosas muy profundas sobre la realidad humana. Cuando era niña, en el Japón, era una fanática de los sumos. Para mí eran algo parecido a dioses o algo cuasi divino. Quizá mi simpatía por los obesos date de aquella época y esos personajes, que son muy reales y también forman parte de la mitología japonesa.
Japón quizá sea la primera de sus patrias.
Quizá.
¿Cómo ha vivido y vive la tragedia de Fukushima?
Mal. Muy mal. Con dolor. Japón es el país de mi corazón. Lo amo con mucha fuerza. Fue, ha sido, es, un choque terrible. He tenido suerte, sin embargo: ninguno de los seres que amo ha muerto. Son ellos, cuando los llamo, cuando hablamos, quienes me dicen que, a pesar de todo, la vida sigue. Incluso me dicen que todo va bien. Ha sido, para mí, quizá para muchas otras personas, cómo dudarlo, un choque tan brutal como el 11 de septiembre o como la tragedia del atentado de la estación de Atocha, en Madrid. De repente, adviertes que la peor tragedia puede ocurrir en cualquier momento. ¿Qué pasará mañana? No lo sabemos: la pesadilla nuclear nos persigue y perseguirá.
¿Le inspira esa tragedia un “tema” novelesco?
No lo sé. No lo había pesando. Es una tragedia que todavía está ahí, muy presente. Una herida atroz. Cuando pasa, cuando vives o eres espectador de algo tan pavoroso, sigues durante mucho tiempo sufriendo, sufriendo de esa herida que no está cerrada y te duele mucho.
De alguna manera, la mitología popular japonesa había previsto en muchas ocasiones una catástrofe como la de Fukushima u otras catástrofes por venir, claro está.
Quizá sea cierto. No solo eso. Los japoneses nacen, se educan y crecen cultivando esos fantasmas catastróficos que son tan reales. Cuando era niña, por ejemplo, los recuerdos del gran terremoto del pasado estaban muy presentes en la vida diaria. Por aquellos años, y supongo que no ha cambiado nada, Japón sufría un pequeño terremoto algo así como una vez por semana. Todos los niños esperábamos el gran terremoto que debía llegar. Esperábamos estar presentes y participar en la aventura trágica del gran terremoto por venir. Quizá esa formación influya en la flema impresionante de los japoneses. Desde niños viven y están educados en esa esperanza loca que asumen de una manera natural. El niño crece y es educado para sufrir, algún día, el gran terremoto que volverá a producirse.
¿Han influido los monstruos del cine y la mitología japonesa en su propia formación?
Es posible. Esa formación japonesa, desde la infancia, también prepara a un combate sin fin contra la muerte. En mi caso no tengo conciencia de esos detalles, ni de sus raíces últimas. Poco importa. Quizá, de alguna manera, esa relación entre los vivos y los seres de la imaginación, monstruos incluidos, sea algo esencial.
Hay algo en usted y en su obra de Peter Pan, niña / mujer que se niega a crecer, viviendo una infancia sin fin.
Si usted lo dice. No lo sé. En cualquier caso, en mi obra puede haber algo de desesperado. Pero no desesperante. No deprimente, no depresivo. Jamás depresivo. En ese punto, también hay algo profundamente japonés. Hay una alegría profunda, subterránea, que siempre florece, incluso en los momentos más trágicos. Pocos días después del estallido de la catástrofe, en Fukushima, alguien a quien quiero mucho me decía: “Si las cosas se complican me iré a Hiroshima; se ha convertido en el lugar más seguro del Japón”.
En ocasiones me pregunto si no hay un aspecto sadomasoquista en su obra.
Pero no hay “gozo” en el daño del otro. Ni mal. Quizá sufrimiento compartido. Un poquito amargo o una cierta desesperación compartida que el autor o la autora contemplan con piedad. Desde otro punto de vista, también se trata de una observación de la realidad más inmediata. Incluso en el plano personal más aparentemente trivial. Incluso en mis relaciones con mi editor, por ejemplo. Hace años confesé a mi editor que estaba pasando un mal momento. Me respondió, muy contento: “¡Eso está muy bien..! Para una escritor o escritora, sufrir puede ser muy positivo para su obra de creación”.
El amor también ha jugado una parte importante en sus relaciones con el Japón y los japoneses.
Claro… mi segunda madre es japonesa y la quiero mucho, mucho. Mi primer amor fue un joven japonés. Japón tiene su propia concepción del amor; es muy rica y matizada, muy diversa, también. En japonés, la palabra color y la palabra amor pueden ser sinónimas. Tienen incontables matices. De alguna manera, cuando alguien dice que siente amor por alguien es similar a decir que siente “color” por alguien. Puede parecer un poco absurdo para muchos europeos. Pero, en el fondo, en su raíz última, es una visión estética que da a la concepción japonesa del amor una riqueza ética, estética, carnal, incluso visual, con prodigiosos matices.
También puede haber algo de profundamente trágico. Recuerdo algunos relatos magistrales de Kamawata, por ejemplo, que cuenta una bellísima historia de amor entre un anciano y una joven que puede ser su hija o su nieta. Ese amor también tiene algo de desesperado que no sé si podrán arreglar productos como viagra o cialis: el amor físico entre un anciano y una adolescente.
Hay otras dimensiones trágicas en la visión japonesa del amor. Una regla quizá canónica es muy simple y trágica: para ser muy bella, la historia debe acabar mal… se trata de una “regla de oro” terrible, pero real. Para los japoneses, una obra de arte que termine con un feliz feliz se convierte automáticamente en una obra fea, incluso de mal gusto. Lo bello debe terminar mal.
¿Alguna relación con los viejos códigos de honor del samurái?
Sin duda. Un caballero, un samurái, debe defender las causas imposibles y perdidas. Y morir bellamente, en defensa de esa causa última y fatal.
En su caso, en sus obras, ese combate fatal puede comenzar con el combate más solitario: el combate de la niña solitaria, que se resiste a comer, que rechaza la comida. Y esa resistencia tiene algo de suicida. Uno de sus personajes decide suicidarse de la manera más “original”: negándose a comer.
Es cierto que, durante muchos años, tuve una relación muy problemática con la comida, con los alimentos. Era algo así como una guerra conmigo misma, quizá con mi familia, con mis íntimos. La anorexia durante la adolescencia hizo estragos. Sufrí mucho. Lentamente, conseguí vencer esa batalla contra mí misma. Finalmente, hacia los veintiún años, creo que vencí definitivamente el problema cuando volví a mi Japón natal, pero yo ya era otra.
¿Qué le parecen los restaurantes japoneses de París y Bruselas?
Hay algunos que no están mal. En París, en la rue Saint-Anne, que fue en su tiempo una calle de clubs gays, hay restaurantes japoneses muy parecidos a los restaurantes populares de Tokio.
Sus problemas con la comida contrastan con su “gula” por la literatura.
La literatura ha sido el alimento que salvó mi vida, en cierta medida.
¿Cuáles son los clásicos del siglo XX que le parecen más actuales?
Proust, Borges… entre los japoneses, creo que Mishima, a pesar de todo, debe incluirse entre los más grandes. Céline, por ejemplo, me parece genial, pero menos importante quizá de lo que pudiera pensarse oficialmente. En verdad, no me gusta hablar de esto. Cuando un escritor joven habla de los clásicos siempre corre el riesgo de la pedantería: citando a este o aquel clásico pudiera parecer que hay algún “parentesco” o “influencia”. En verdad no sé nada sobre los escritores que en verdad han influido en mi obra.
Usted ha repetido que Don Quijote es el héroe más grande de todos los tiempos.
Sigo pensándolo. Don Quijote es el hombre y el héroe absoluto, consagrado en cuerpo y alma a todas las causas justas y perdidas. Por eso es el más grande y universal.
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