—Ha muerto.
El médico se yergue despacio al constatar la ausencia de signos vitales. El cuerpo yace inerte en su cama, rodeado de los pocos familiares apesadumbrados que estuvieron ahí en la hora final y que ahora escuchan con angustia e incredulidad el anuncio del galeno. El acta de defunción dirá que Max Barquero murió a los cuarenta y siete años de edad, a causa de una hemorragia provocada por la ruptura espontánea de un aneurisma intracraneal, a las siete de la mañana con cincuenta minutos del cinco de septiembre de dos mil diecinueve.
La madre y los hermanos del difunto lloran desconsolados por su pérdida. El recién fallecido los mira profundamente conmovido y luego se ve a sí mismo desde su nueva perspectiva con absoluto desconcierto. ¿Sueña? No, no es un sueño. Sabe muy bien que ha muerto y lo acepta. Una plácida sensación de paz y sosiego lo contiene como en un abrazo protector, largo y sin prisas. Ya no sufre ni se lamenta. Lo único que resiente es la imposibilidad de consolar a su madre.
—Tranquila mamá, aquí estoy… por favor no llores. Hermanos, ¿pueden verme?, ¡estoy con ustedes!, ¿me escuchan?
Max quiere despedirse, decirles cuánto los ama, sanar su dolor, contarles que todo está bien, compartir con ellos sus nuevas y maravillosas sensaciones... pero no tiene una voz audible ni encuentra la forma de comunicarse. La muerte es, ante todo, aislamiento e impotencia.
Con los sentimientos mezclados y contrapuestos, terriblemente confundido entre la tibieza que da el alivio del dolor, el escalofrío que provoca el desarraigo y la incertidumbre de lo que pasará después, el Max etéreo descubre con perplejidad que ha adoptado la forma de una cálida voluta de humo, una ligera sustancia que brota invisible de sus restos exánimes. Siente por primera vez la libertad plena de la energía expandiéndose más allá de los límites del cuerpo material y le sobrepasa la trascendental experiencia de contemplar el protagonismo del espíritu que se emancipa de la carne. Flota en la habitación, rodea a sus parientes en una suerte de último abrazo y sale del lugar describiendo una lenta espiral ascendente. Todo ese tiempo se escucha de fondo una suave melodía. Nada nuevo —piensa con humor el vapor residual que emana del recién muerto—, el hombre hecho a imagen y semejanza de Dios también acostumbra poner música en los ascensores.
El recorrido continúa por un túnel oscuro en cuyas paredes se proyectan de manera simultánea todos los rostros, lugares y momentos de su vida, una trepidante sucesión de imágenes y cortes abruptos que no parecen atender un orden secuencial ni lógico, que se recrean a velocidad creciente en millares de hilos asíncronos, mientras el viajero astral se precipita por un enorme embudo hacia una suerte de resumidero. Inexplicablemente y contradiciendo cualquier esquema racional conocido, el espíritu errabundo consigue absorber, entender y recordar con detalle cada estampa y representación de su existencia, escalada en periodos de tiempo de dudosa extensión: años, días o nanosegundos, ¿quién puede saberlo?
El vertiginoso caudal de visiones aleatorias e inconexas ahora parece tomar un ritmo de remanso, mucho menos febril y bastante más comprensible para la agobiada mente de Max, que curiosamente ha vuelto a su forma humana. Camina durante horas por una llanura desértica bajo una inalterable atmósfera rojiza como los ocasos de verano, pero no encuentra nada en el cielo que se asemeje al sol, a la luna o a las estrellas. La música sigue ahí, mientras él avanza impelido por la repetición, tan involuntaria como infinita, de una frase arcana que resuena en su cabeza desde el inicio de la travesía: “Debes pasar por el recamino”. Nada hay en el paisaje excepto una extraña cordillera de elevaciones desiguales que se observa a la distancia. La cercanía ganada a cada paso va revelando que se trata de enormes cerros de basura. El peregrino intuye que por fin está llegando al recamino.
El primero de los promontorios es una pila descomunal de biberones, sonajas, prendas de bebé y pañales sucios, seguido de un abultado montículo de juguetes y curiosos artefactos. Max observa con especial interés un deteriorado futbolito de resortes, muy parecido al que le regaló su abuelo en su octavo cumpleaños. A medida que avanza se elevan frente a él enormes colinas de toda clase de objetos y desperdicios cuya familiaridad le intriga. Hay montañas de zapatos, ropa, libros, fotografías, frascos de champú, afeites y lociones, botellas de licor y cerveza, latas y cartones, comida y heces. De un prominente volcán de chatarra sobresalen restos de automóviles, electrodomésticos y toda clase de muebles que le dejan boquiabierto. Tras varios minutos de asimilación y desconcierto, Max está finalmente convencido de que todo cuanto ha encontrado en el peculiar paseo son cosas que ha hecho o que ha usado en algún momento de su vida.
¿Pero qué es esto? —exclama sorprendido ante un impresionante cerro de osamentas de vacas, cerdos y gallinas, seguido de una asquerosa y estremecedora pila de moscas, zancudos, cucarachas y otras alimañas. —¿Será posible? ¿Maté yo a todos estos animales? A cierta distancia hay un grupo de mujeres, que una a una va identificando. Más adelante le espera una multitud de gente, conocidos todos, algunos visiblemente irritados, otros expectantes y ansiosos. ¡Vaya cosa! —piensa— No solo se trata de que tu vida entera pase ante tus ojos. Es preciso desfilar frente a todos tus residuos, cascarones y despojos... encarar a todo el mundo.
Max asiste a una fiel recreación de todos los actos de su vida, donde conoce y dimensiona en su justa proporción los sentimientos y reacciones que alguna vez generó en otros: el bien y el daño causado, el amor entregado y el dolor infringido, la simpatía, la gratitud, el rencor y el rechazo provocados, las consecuencias todas. Descubre que alcanzar ese grado de empatía puede ser una bendición y una tortura. No entiende cómo, pero de algún modo reminiscente y evocativo, ahora siente lo que su madre y sabe lo que su padre; ha heredado todos los conocimientos, sensaciones y recuerdos, ha vivido todas las vidas que desembocaron en la suya.
El tiempo transcurre sin una forma precisa de medirlo, sin que se distingan los días de las noches, sin que cambie siquiera un ápice de aquel cielo rojo sin sol, luna ni estrellas. ¿Es esta su prueba?, ¿son estos su ayuno, su desierto y su peregrinaje? Cuarenta días o cuarenta años es lo mismo, si al final ambos periodos caben en cuarenta segundos. Por momentos todo le parece estático e inalterado como una fotografía, y de repente fluye raudo y cambiante como una película. Millares de eventos del pasado se vuelven presente con asombrosa claridad, a veces para llenarlo de ternura e invadirlo de gratitud, otras para restablecer su conciencia y acicatear en él alguna culpa, las demás para permitirle ver su vida en conjunto y en contexto. Pero la reflexión ascética no debe ser un asunto de toda la vida ni de toda la muerte —concluye—. ¿Es este mi infierno?, ¿esta desesperación, esta incertidumbre interminable? ¿Por qué estoy aquí?, ¿qué debo hacer? ¿adónde iré después?, ¿por qué no tengo respuestas?, ¿por qué no cambia nada? —protesta frustrado.
Sin embargo, no es cierto que nada esté cambiando. Del mismo modo en que la pérdida de los sentidos es progresiva y en un principio imperceptible, la luz y el color también se han ido desvaneciendo gradualmente en este mundo rojo. Incluso la música parece lejana y ahora se escucha leve y moribunda, como el volumen decreciente en los segundos finales de una canción. Max solo llega a entenderlo cuando se presentan los primeros cortocircuitos y apagones, cada vez más largos y frecuentes. El intrincado cerebro sigue luchando tiempo después de la muerte del resto de órganos vitales, pero la desconexión total ya se ve cercana e inevitable. Del último apagón no vuelven la música ni la imagen. El estallido final de sinapsis y dendritas, cables pelados, somas fundidos y axones achicharrados, deja apenas un pequeño punto blanco que se extingue en medio de la oscuridad inmensa, una deflexión de la energía reclamada por la fuente, un minúsculo píxel que titila moribundo mientras es tragado lenta y definitivamente por el hoyo negro del vacío en tres, dos, uno…
—Estoy en shock… no puede ser... no puedo creerlo. Ayer desayunamos juntos y ahora esto… No sabes cuánto lo lamento.
—Gracias. Ninguno de nosotros lo ha asimilado. No había forma de estar preparados, fue demasiado repentino.
—¿A qué hora falleció?
—Hace apenas diez minutos.
—Lo siento mucho hijo, gracias por avisarnos, voy para allá. Un fuerte abrazo a todos.
En las horas siguientes, quienes le conocieron y crearon vínculos con él acuden a despedirlo. A través de su presencia y sus conversaciones edifican en torno al amigo extinto un cúmulo de recuerdos y sensaciones individuales, que se combinan para generar una atmósfera colectiva de homenaje y duelo. La vida es lo que pasa con los demás.
La triste mañana del siete de septiembre alterna entre ocasionales aguaceros y una persistente garúa. Una multitud de paraguas parece formar un único techo que detiene la lluvia y cubre de negrura a los familiares y amigos que han venido al camposanto. Una vez finalizado el ritual, los dolientes y sus acompañantes se retiran del cementerio dejando atrás las huellas de sus pasos en el fango, algunas lágrimas en el suelo y varias ofrendas florales sobre el húmedo montículo de la sepultura. Max Barquero nunca se irá. Ahora es parte de un figurativo cerro de cenizas y cuerpos muertos que abonan la vida, uno más en la interminable cordillera de materiales reciclables y residuos intangibles, el recamino.