
Desde el umbral del portón veo al anciano regordete sentado en la silla, a la sombra de la ramada de güisquiles, con una botella de gaseosa al pie, media pieza de pan dulce en la mano y la otra mitad esparcida en migajas en el suelo. A sus noventa años, apenas distingue la silueta de la joven muchacha que su familia ha contratado para cuidarlo, pero la escasa visión le basta para asestarle al paso una certera nalgada.
—¡Estese quieto don Nacho!
—Sentate...