Eran alrededor de las ocho de la noche. Recuerdo que viajaba de Los Planes de Renderos hacía San Salvador, sentado en la cama del pick up de mi padre fascinado con la oscuridad de los arboles, y luego de haber repasado la misma, pero encantadora historia del diablo y de cómo un incidente amoroso lo llevó a abrir una puerta en San Salvador, recurrí a la imaginería de las recientes y pocas lecturas que había tenido de Lovecraft.
Cargaba un celular, un Motorola C115, la pantalla alumbraba en azul. Le escribí a mi novia de aquel entonces: "Un hombre tomaba su habitual taza de té con dos pizcas de limón, sentado en la terraza que daba a un bosque sin nombre". Era el año 2012 y, para ese año, no existía para mí ninguna otra bebida caliente que no fuera el café. Desde esa oración, todo el texto continuó con fluidez, ritmo y propósito. El relato aquí presente es el mismo que envié en no se cuantos mensajes; y del que puedo decir que solo ha sido modificado al principio, en la parte donde eran "dos hijos", una que otra palabra alternativa para "hedor", las fatales tildes sobre la "o" de "frió" y, punto y coma, y puntos y comas. Lo demás se mantiene intacto.
Aunque no ha sido mi única incursión en la cosa lovecraftiana, a pesar de la inexperiencia, el error y la falta de tino literario, Los libros encarna bien la forma y el objeto mismo de la literatura de Lovecraft -aún más que sus posteriores-: y no es porque en aquel momento estuviera consciente de la enormidad del anormal de Providence, es porque el proceso creativo fue una de las primeras cosas que logró entender el significado de la misericordia que recompensa con algo de arte a aquellos que aunque nunca la encuentran al menos la buscan.
a.e.
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Los libros
A la memoria de H.P. Lovecraft
Un hombre tomaba su habitual taza de té con dos pizcas de limón, sentado en la terraza que daba a un bosque sin nombre. La tarde estaba por terminar y el frío del invierno aullaba desde las profundidades de la arboleda. En la boca del hombre una mueca, y, a su alrededor, el eco de un rezo “Fue inevitable. Inevitable. Inevitable”. Atrás de él yacía una casa antigua, herencia familiar, y, como todo legado, no hay bien que no venga con sus propios demonios.
El hombre y su familia llevaban alrededor de un año viviendo en la lúgubre casona. En los primeros días, encontró los libros del extraño escritor de Providence, los mismos que su padre había leído compulsivamente hasta el día en que desapareció. Los libros que se daban por perdidos, fueron encontrados en un baúl de facciones precarias, oscuras y medievales, en el sótano. Encontrado el baúl, la respectiva llave apareció; la cual estaba en el espeluznante cuarto, adornado de figuras de porcelana, incrustada en una espantosa estrella de mar. El que habla en las penumbras, El espanto de Wichtdum, El color del espacio, En los montes de la demencia, El ritual, Baal, El misterioso caso de Marshall Whard, La oscuridad sobre Mouthis, La llamada y el Al-Azif, eran algunos de los títulos que descansaban en el baúl. El hombre seguía mirando al bosque detenidamente, inmóvil, insensible ante el brusco cambio de la temperatura. Las ventiscas gélidas de la noche habían neutralizado el calor de la taza de té, pero no pudieron erradicar el aroma de las dos gotas de limón.
Después que el baúl fue abierto y el aroma a putrefacción se desprendió en toda la casa, el hombre entregó todo su tiempo para un ininterrumpido estudio de los libros de Lewis Theobold, Edward Softly, Ward Phillips, quienes eran el mismo sujeto: el extraño e incómodo escritor de Providence. De pronto, el hombre que aún miraba perdido al insondable bosque, hizo un cambio en la oración incansable “Es su culpa. Culpa. Culpa”. De la casa venían sonidos parsimoniosos que armonizaban con la desequilibrada escena que montaba aquel infeliz viendo al vacío. Los sonidos se hicieron jadeos, gimoteos, una sinfonía arrítmica de instrumentos guturales. El ruido se acrecentaba, se iba apoderando perversamente de cada parte de la casa, se le escuchaba en la cocina, luego en la sala y en cualquier momento inundaría las habitaciones; en una de ellas, su esposa y su hijo descansaban. Lo último que el hombre leyó antes de tomarse el té con dos pizca de limón, fue el Al Azif, libro que en la mezcla de sus arcanos permitan convocar a Ellos; los primeros, los que desde centurias duermen y esperan.
Antes de que la tetera silbara fastidiosamente, el hombre, nervioso, desquiciado, leyó un fragmento, un verso de horror «Con el paso de extraños tiempos, hasta la misma muerte podrá morir». El olor a limón que emanaba del té se había empezado a descomponer, el ambiente envenenaba los sentidos y el frío hacía que el hedor se mantuviera estático. El hombre no se movió, no dejó de ver al bosque, así como no abandonó su oración, que cambió a “Fue mi culpa. Culpa. Culpa”. Los simiescos sonidos, cacofonías y balbuceos, habían alcanzado las habitaciones de la casa. Ni la respiración de la esposa o la del niño se escuchó después de la llegada del ruido. Los terrores onomatopéyicos habían ahogado los sueños de aquella familia que añoraba tener de vuelta al hombre que alguna vez fue un esposo y un padre. La rústica y animal resonancia consumió la casa; las voces del tiempo como las pláticas en las barbacoas, las canciones de cumpleaños, los pujidos del sexo, las quejas de la enfermedad, los gritos de las disputas, las carcajadas de las ocurrencias, los llantos de la tristeza y los suspiros de los descontentos habían desaparecido por completo de la casa. Los jadeos lo habían consumido todo, eran jinetes de desesperación y agobio.
El té, ahora no era más que agua con dos pizcas de limón. El aroma del cítrico había transmutado en un hedor nauseabundo e insoportable, y el hombre, perdida su mirada en el bosque, aún conservaba su oración. Alzó la voz mientras cambiaba las palabras de su suplicio “Fue inevitable. Inevitable. Inevitable…”.
Los lenguajes arcaicos llegaron por detrás del hombre. Cientos de murmullos reptantes adornaban la terraza. El hombre abandonó su hechizada tranquilidad sin dejar su oración, sin dejar de ver al bosque y empezó a gritar tan fuerte que el té se derramó sobre sus manos. La helada agua del té derramado fue imperceptible para los dedos del hombre. Una viscosidad los envolvía, la misma pegajosa materia que manchaba los desfigurados rostros de la madre y el niño. El éxtasis de los gritos se convirtieron en nuevas oraciones, y el hombre se desató en total locura “Y’AI 'NG'NGAH, YOG-SOTHOTH H'EE—L'GEB F'AI THRODOG UAAAH”. El hombre dejó caer la taza, dio la vuelta para recibir a las tan esperadas voces, las voces de Ellos; los mismos que él había llamado y que ahora, por fin, estaban ahí.
El estudioso de los libros del baúl giró sobre sí para ver a sus invitados escandalosos. Vio la enorme terraza y recibió una sorpresa inesperada. Los visitantes bulliciosos, los que hacen los sonidos y murmuran desde los abismos no estaban ahí. La pestilencia se volvió insoportable. El hombre sintió un peso en sus manos, las levantó, y la luz que venía de la casa, como un faro en medio de los oscuros mares, reveló el color de la viscosidad que recubría sus miembros. Era el mismo color del destrozado rostro de su esposa y el desfigurado cuerpo de su hijo.
Las manos que antes tuvieron una taza de té con dos pizcas de limón, estaban pintadas en escarlata, como si fuera sangre. “Fue inevitable”.