¡Muy buenos días amigos! Seguramente recordarán que nuestra amiga y compañera del club Ángela Pinto nos ha estado deleitando desde hace algunos meses con relatos sobre su infancia en el sur de Italia, a propósito del ejercicio suscitado por la lectura de diciembre: "El olvido que seremos" de Héctor Abad Faciolince. Pues siguiendo con este bello relato, ya tenemos 6 entregas. Acá les dejo el séptimo escrito que sin duda van a disfrutar igual que yo. Lo transcribo tal cual lo recibí, con brevísimas observaciones de puntuación.
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7
- "¿Tu padre era tacaño?", me preguntó una colega cuando hablé de lo mucho que lo era mi marido... parece que terminamos por repetir los mismos errores o el mismo modus operandi de nuestros progenitores... tener un marido tacaño, egoísta, machista; si así era tu padre, es algo que te hace recordar tus años de infancia.
Mi madre protestaba cuando su esposo llegaba tarde, tanto que una vez -nos contaba con orgullo mi padre, para que dejara de molestarlo-, se fingió borracho y con una pistola en mano la amenazó con matarla si seguía hostigándolo. Pobre madre mía, ¡cómo la entiendo ahora! Ella tenía que hacer que marchara todo: La casa, los hijos, el trabajo, cocinar, limpiar, lavar; todos los días, mientras su querido esposo desaparecía en el bar, para seguir jugando póquer por horas y horas y, a veces, hasta la tarde-noche. Hasta a mí, ahora, me están dando ganas de "echar la soga tras el caldero”, ¡abandonarlo todo!, pero igual que mi madre, sigo aquí... y es que juraba, adolescente, de llegar al divorcio si las cosas no funcionaban, y eso que el divorcio era inusual e ilegal en ese entonces.
Las decisiones de los padres, buenas o malas y sus errores, también caen inevitablemente sobre los hijos y su futuro… así que al vender la casa, sin tener la otra lista, al pedir un préstamo a un buen judío, nos quedamos sin un centavo. Digo nos quedamos, pero en realidad nosotros nunca teníamos dinero, no había en aquel entonces la costumbre de dar una cierta suma, según las posibilidades, a cada hijo por sus pequeños gastos, cada semana o cada mes. Se quedaron ellos, mi padre y mi madre, pagando intereses enormes, excesivos, o sea del 100% por un año entero y otro para extinguir el préstamo... los judíos son buenos banqueros todavía hoy en día.
Tuvimos otro período bien difícil y, para empeorar las cosas, me caí jugando y me rompí el hueso del pulso derecho, con luxación, dislocación y con dolores que ya no me dejaban dormir, ni comer; hasta que mi hermana mayor insistió con mis padres en que seguro era algo serio, y me llevaron a la gran ciudad con un doctor especialista en fracturas. Nos regañó, bueno a mí no, a mi padre, que terminó por considerarme la hija más problemática.
Por más de 40 días tuve el brazo con yeso, casi inmóvil, y tuve que aprender a usar la mano izquierda hasta para escribir.
Suerte para todos, la reforma agraria seguía su curso, así que les construyeron una casa linda, cómoda en el campo, con todo lo indispensable: Cocina, baño, establo, gallinero y hasta horno; que se usaba cada fin de semana para cocinar el pan y una rica hogaza con solo aceite y tomates, algo delicioso que costaba horas de trabajo para mi madre. A las 3 de la mañana tenía que preparar la masa, dejarla leudar por horas, antes de encender el horno a leña (obligación de mi hermano, ¡que era el varón!) o encender el carbón en la cocina para hacer buñuelos como torta, freírlos en puro aceite de oliva…umm, ¡qué delicia! ¡sabores que nunca más pude volver a probar!
¿Casa en los campos? Ya, y todos se fueron para allá… y yo, ¿cómo iba a seguir estudiando?
Me instalaron con mi abuela, que vivía con sus 2 últimos hijos; el que seguía a mi madre era…especial, no había crecido mucho, era de nuestra altura, rubicundo, casi normal. Él tenía sus cabras o vacas, iba al mercado a comprar pescados frescos y los hacía asados al carbón pasándoles encima una vinagreta hecha con aceite, limón, sal y perejil; nada más, que le daba un sabor increíble.
No me gustó nada estar en tan poco espacio, limpiar los claveles de plástico que mi abuela compraba cada miércoles en el mercado de la plaza principal del pueblo. En pocos meses se hicieron 60, sin contar que me tocaba lavar los pañuelos sucios, porque ella tenía una bronquitis crónica, y lo peor, era limpiar las suciedades de las vacas… (algo que nunca le conté a mi madre, solo me miraba llorar y me preguntaba qué era lo que me pasaba, y yo incansablemente le respondía “nada”).
Por suerte, continuaron construyendo el edificio donde mis padres habían comprado un apartamento en el tercer piso y 4 locales a nivel del suelo, así que mi hermana mayor y yo quedamos viviendo en el pueblo, yo para seguir estudiando y mi hermana para ir a clases de corte y confección.
Todas las mañanas me levantaba temprano, corría a la estación ferroviaria y tomaba el tren, que paraba en los otros 5 pueblitos que seguían, antes de llegar a la gran ciudad. Bajaba corriendo, tomaba el bus para pasar el famoso puente que a las 8 en punto se habría a mitad y se levantaba para dejar pasar las naves recién revisadas y reparadas. Solo en la tarde, al regreso, comía algo.
Conocimos a varios estudiantes y juntos hacíamos el trayecto en tren, y yo, chiquita y miope me fijé en el chico más guapo, que claramente estaba enamorado de una cipota de su pueblo igual de guapa. Supe años más adelante que iban a ser padres y al terminar los estudios de él, se fueron al norte, en busca de mejor suerte…y yo me quedé llorando en la playa mientras cantaban… "bésame, bésame muuuucho… como si fuera esta noche la última vez”... solo que en realidad, él nunca me había besado…
Comía poco y eso influyó en mis estudios, tanto que una revisión médica me obligó a ponerme 250 inyecciones de reconstituyente. Lo peor fue que mi hermana, adolescente, tenía apenas 16 años, se enamoró de un muchacho que no la dejaba en paz, tenía una gran moto y al parecer era algo mujeriego, por lo que mi madre terminó por buscar otra solución para mi.
Así que me tocó escribir a un colegio muy lejos de mi ciudad, a más de 1000 kilómetros de distancia, para preguntar y pedir que me aceptaran como alumna. Una prima era monja en el gran monasterio escuela de esa gran ciudad, tan lejana y diferente de nosotros.
Mi padre había tenido un desafortunado accidente en el trabajo de campo y su brazo derecho había sufrido una terrible torsión. Solo al norte podrían darle el mejor tratamiento, aunque ya tarde (habían pasado meses sin ninguna mejoría) y así me llevó al colegio y de regreso al sur iba a pasar en otra maravillosa ciudad, famosa por sus médicos y sus avanzados tratamientos en huesos.
Llevamos una valija llena de uva, claro, era septiembre, qué manía la de mi madre de querer agradar a la gente regalando cosas… una vez me obligó a llevar una gallina en una caja, en tren, para regalarla a mi profesora, según ella eso la iba a poner en muy buena disposición conmigo. En el tren me moría de la vergüenza… ¿y si se ponía a cantar? ¡uf, tamaño lío!
En fin… ya lejos de mi casa, de mi familia, pues ya tenía años sin una verdadera familia, en una escuela nueva y… de monjas, vaya…