"Enamorarse es amar las coincidencias, y amar, enamorarse de las diferencias"
Jorge Bucay – Silvia Salinas, Amarse con los ojos abiertos, 2002
En este 14 de febrero, fecha que da sustento a todo un mes relacionado al tema del amor y la amistad y que es la razón por la cual bajo la viñeta "Amor" en el Club leemos siempre un libro referente al tema, les comparto esta entrevista a José Luis Sampedro y Olga Lucas, su compañera hasta el final de sus días, en la que a dos voces nos cuentan cómo se conocieron y cómo empezó su historia.
Extractos de una entrevista para el periódico El Mundo (ES) publicada en enero de 2004
P/Elena Pita, fotografía de Chema Conesa
Utiliza José Luis Sampedro (Barcelona, 1917) una
imagen de campo para ilustrar su andar con la poeta Olga Lucas
(Toulouse, 1947). Le llama la “teoría de los bueyes: ¿nunca has visto
dos bueyes tirando de un carro? Van los dos casi tumbados el uno contra
el otro, formando una especie de pirámide. Pues así es como andamos
nosotros: yo me apoyo en ella, y ella, en mí”.
Bueyes. “No sé otros escritores”, dice Olga, “pero a nosotros nos va muy
bien compartir, tal vez porque somos normalitos. A José Luis se le
suponen los defectos de los escritores, las rarezas, pero él se ha
ganado el pan con otros trabajos, no se ha pasado la vida en el café
Gijón (un ejemplo) llorando sus desgracias o celebrando sus éxitos. No,
él se levantaba tempranito a escribir, no ha ido por ahí de artista”.
Tiene Olga Lucas al hablar un notable acento que ni
los expertos en fonética aciertan a ubicar, entre francés sureño y
magiar, o puede incluso confundirse con checo, porque tomen nota de sus
lenguas progresivas: castellano materno a la vez que francés, luego
habló checo y húngaro, y ruso en las escuelas; con 15 años era
intérprete oficial del Gobierno de Budapest, y es capaz de traducir
literatura de los cuatro idiomas al castellano.
Imagínenlo paciente, con esa cara que se le pone cuando calla y escucha,
apretando sus labios finos en una sonrisa sempiterna y tierna, cargada
de sabiduría. ¿Fue ese silencio, que los dos tan bien conocen, decisivo
para la complicidad que les une? “Yo no diría que el factor que nos unió
inicialmente fuera literario, no: fue simplemente humano”, dice él.
“Creo que yo le interesaba más como persona que como escritor, pero una
vez creado el deseo de aproximación, la comunidad por la literatura se
revela muy importante. Si Olga fuera una mujer que no leyera, por
ejemplo, a mí me faltaría comunicación. Compartirlo es un factor muy
positivo”.
De cómo sucedieron los hechos hay varias versiones,
todas del año 1997. La de Olga es la oficial. Y, cuente, cuente, le pido.
“¡Pero si no hago más que hablar yo!”. Olga Lucas se enamoró de José
Luis Sampedro en la televisión, en un programa de hace al menos 25 años,
en blanco y negro, sintió que era el hombre de su vida y tuvo pena de
que no fuera real, sino un ser de aquella “órbita literaria” que salía
en la tele. “Pero yo tengo la cabeza bien amueblada, no hice ninguna
tontería de esas como escribirle, acercarme a él o... No, nada. Lo
mantuve en mi mente como un amor imposible, un referente como lo han
sido también Saramago o Benedetti, entrañables”.
Sabido es que el autor de La sonrisa etrusca visita todos los años las
Termas Pallarés, en Alhama de Aragón, “sólo falté el año en que mi mujer
murió”. Y hete aquí que Olga Lucas, casualmente, también visitaba el
balneario, con un grupo de amigas, también todos los años, pero éstas en
temporada baja: nunca habían coincidido. Hasta que un año, el 1997,
principios de septiembre, por circunstancias de la vida las amigas
adelantaron su cita con las aguas sulfurosas, y el escritor la retrasó.
Así que cuando ella llega a Pallarés, ella siempre renegando de los
viejos pobladores de aquella casa, diciendo ay si estuviera aquí (el
ilustre) Sampedro otra cosa sería, ella llega y las amigas: ¿tú no
querías ver a Sampedro en el balneario? Pues ahí lo tienes.
Pasaban los días y en aquella tertulia de viejas amigas se estableció
una especie de apuesta, a ver si Olga se atrevía a hablarle, a ver, pero
él se presentaba en los lugares comunes parapetado detrás de un libro;
no sería ella, de educación tan prusiana, quien se atreviera a romper la
paz del escritor. Si así iba, parapetado, sería que nada quería del
resto. (“Y mientras, yo en la higuera, claro”, intromisión de JLS en el
relato de la versión oficial).
Pero una noche, sí, una noche ella llegó la primera a la antesala de la
cena, en aquellos salones de techo altísimo, oscuros, solitarios, y él,
el segundo, enfundado en su libro. Entonces Olga musitó: “Voy a
cambiarme de lugar para no darle la espalda, ya que somos aquí los dos
únicos habitantes”. Y él, inmediatamente, “no, no, el que se cambia de
sitio soy yo”. Cerró el libro y se pusieron a hablar. La invitó a cenar,
pero ella declinó, tenía cita con sus amigas. Quedaron en verse la
noche siguiente, y la siguiente más, y pasearon, tomaron café,
conversaron; fueron solo tres días, pero cuando Olga regresó a su casa
de Valencia ya tenía una carta y un ramo de flores esperándola. Era el
comienzo de algo grande.
Y la otra, ¿la otra versión? Sampedro ha tejido una
de esas fantasías que tanto le gustan, y cuenta que “todo fue una
operación de estrategia. Ella y sus amigas se pasean por el balneario
con walkie-talkies: águila negra llamando a nube verde, la pieza sale
del hotel y se acerca al parque; tortuga a delfín azul, ahora se sienta
frente al lago... Al final, ella se hace la encontradiza”. Y aquello se
convierte en un cuento de hadas: al cabo de un año de viajes, teléfonos,
visitas, “la cosa se fue estrechando y decidimos vivir juntos”.
Coincidiendo con la jubilación anticipada de Olga, funcionaria hasta
entonces de la Generalitat valenciana, porque tiene una minusvalía
invisible del 70%, que nadie podría adivinar, bajo ese aspecto saludable
de matrona polaca, su aire ario, tez blanca, enorme estructura, pelo y
ojos ceniza. “No se ve pero estamos muy fastidiados”, dice él. “Así que
juntos lo llevamos mejor, estupendamente”. Bueyes.
Usos o manías del escritor, como la de no utilizar
el ordenador, “porque la facilidad de corregir que da perjudica el
estilo, que cuanto menos correcto y menos bello, más personal es”, dice
Sampedro. “Mi valor primario es la autenticidad, detrás de esas líneas
hay un ser humano. Para mí es fundamental creerme lo que escribo, que no
es lo que vivo sino al revés: yo invento una vida en el papel y me
identifico con ella. He sido partisano en Calabria, y lesbiano, y
sirena: uno es todos los personajes que inventa”. También Olga escribe
primordialmente a mano, “porque a la velocidad de la mano me expreso
mejor”.
¿Y los lugares de trabajo, también los comparten?. JLS: “Tenemos sillas
diferentes”. Olga: “El problema es que somos muy nómadas, cuando nos
juntamos, como los papeles de los dos no cabían en una sola casa, nos
quedamos con las dos, para vivir a medias entre Madrid y Valencia. Y
encima ahora hemos decidido pasar los inviernos en Tenerife, porque él
se pone malito de tanto frío que hace. Y a lo que íbamos: juntarse con
un escritor es la mejor manera de dejar de escribir. Yo siempre dije que
nunca me casaría ni con un escritor, ni con un político, ni con un
académico, y aquí me tienes: con los tres en uno.
Dicen quienes han leído y opinado sobre la poética
de Olga Lucas que tiene esta escritora un sentido erótico extraordinario
que se vislumbra en sus versos íntimos, De andar por casa, como titula
uno de sus poemarios; que se vislumbra y contagia. “Deseable que lo
tenga”, dice Sampedro: “porque quien no lo tiene está perdido”. Y ella:
“Tú barres para casa”.
En este momento preciso, la escritora se levanta y
se ausenta unos minutos. Aprovecha él para hablar con más franqueza aún,
evitándole tal vez ese rubor del que ella ha huido, dejándonos a solas:
“Yo no me esperaba esta suerte a mis años. Cuando enviudé, quedé
reventado. Me fui recuperando con el nieto (como el partisano de La
sonrisa etrusca), con la hija, con la casa nueva, porque tuve que
mudarme, no lo soportaba; pero llevaba una vida muy vegetativa.
Encontrar a alguien como Olga era impensable, y fue decisivo,
fundamental: una suerte tremenda, espero que también para ella. Yo no
hubiera escrito mis tres últimos libros sin Olga, a ella se los debo”. Y
en esto, que ella entra, cargada de más fuerza: “¿Lo ves?, lo que yo te
decía, ¿tú crees que merece la pena sacrificar esto por unas
chuminadas? (de nuevo, referencia a sus poemas)”.
Comparten una vida austera, tal es el espíritu que
les une, desnuda de los lujos que pudieran permitirse con sus ingresos.
El único, confiesan, alquilar un coche con chófer de vez en cuando,
cuando no encuentran la fuerza de subirse a un tren o un avión. Los
bueyes. Una Navidad, cuentan divertidos, quisieron jugar a ser ricos por
cinco días, y allá que se fueron a un lugar que conocían, un hotel,
maravilloso. Pero el hotel lo habían reconvertido, haciéndolo de
“superlujo”. Total: que se sintieron incómodos y volvieron antes de
tiempo, ni cinco días lo soportaron. Vida la suya presidida por una
máxima existencial a su modo: “Siento, luego existo”.
Hay aún otro componente fundamental en las vidas de
estos dos escritores que también comparten sin haberlo querido, porque
les fue dado por la suerte de su nacimiento, cosmopolita, trotamundos.
En el caso de Olga, “un desarraigo”. En el de José Luis, “un
multiarraigo”
Una de las más bellas cosas entre las bellísimas
cosas que JLS regala a sus lectores son esas novelas “como cartas de
amor, como un mensaje de socorro”. ¿A quién le escribe, José Luis
Sampedro? “Algunos libros están dedicados con nombres y apellidos. Otros
son como mensajes de náufrago lanzados al mar dentro de una botella”.
¿Y Olga Lucas, a quién le escribe? “A quien me quiera oír; bueno, ahora
le escribo a él, siempre”.
Las últimas obras publicadas de J. L. Sampedro y
Olga Lucas son “El río que nos lleva” (Destino) y “Cuentos para ciegos”
(Instituto de Estudios Modernistas).
Y para el tema que atañe a esta fecha, creo con esto basta... Pero si alguien quiere leer la entrevista completa, puede hacerlo aquí.