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Y por amor a la memoria llevo sobre mi cara la cara de mi padre. Yehuda Amijai |
Me salí por un momento de la cancha y le pedí a Chema que me ajustara el vendaje de la rodilla. Mi padre me había dado aquella venda la noche anterior, así como Mister Miyagi le había dado su cinta a Daniel Larusso en Karate Kid. "Te va a ayudar con esa rodilla cuica que tenés", me dijo. "Lástima que no podré verlos jugar, a esa hora tengo que ir por el jefe al aeropuerto".
Mi viejo, a quien aún tengo la bendición de tener conmigo, tenía 50 años en aquel tiempo. Ahora tiene 70. Tras perder a su madre a la edad de 12, dejó su natal San Miguel y se estableció en San Salvador. Tiempo después conoció a mi madre, con quien ya han vivido juntos y felices por más de 46 años. Quien escribe estas lineas tiene el privilegio de ser el primero de sus dos hijos, su copia, como dicen los que nos conocen. Soy muy afortunado al poder decir que mi padre ha estado conmigo en cada momento importante de mi vida. Tengo presente cómo nos contuvo a mi hermana y a mí en un mismo abrazo cuando murió mi abuelo, su padre, poco después del mundial del 78. Recuerdo el sacrificio y la devoción con que siempre nos conseguía los materiales y útiles para nuestras tareas en la escuela. Nunca olvidaré cómo nos consoló un día de abril de 1985, cuando dejamos a mi madre en el hospital para una delicada cirugía, ni cuánto lloró a mi abuela materna (quien siempre lo trató como a sus propios hijos) cuando ella partió en 1986. Tengo impresa en el corazón su expresión emocionada el día de mi graduación, y más marcada aún su emotiva oración y su mirada acuosa, cuando no hace mucho entré al quirófano con apenas sangre en las venas y muy pocas posibilidades de verlo de nuevo. Mi padre siempre ha sido una fuente de consuelo y un bálsamo curativo para quienes le rodean.
Ya con la venda ajustada, pedí autorización al árbitro para reingresar al juego, mientras veía con preocupación a ese equipo de azul, perdido y desencajado como Adán un día de las madres. Recuperarnos de ese gol tempranero nos tomó casi todo el primer tiempo. Habíamos salido a la cancha con muchas ilusiones de ganar aquel partido que nos pondría en la semifinal del torneo, y en el primer minuto ya perdíamos 1x0. ¿Has visto la expresión de un niño cuando se le cae al suelo el dulce que apenas acaba de desenvolver? Pues no importa si se tiene 20, 30 o 50 años, siempre que se juega al fútbol se vuelve a vivir cada emoción o decepción igual que un niño.
Durante la siguiente media hora prácticamente no tocamos la pelota. Desconcertados, nerviosos y erráticos, no lográbamos contener al equipo rival, que dicho sea de paso ya nos había goleado en la primera ronda del torneo, algunos meses atrás. "Somos sus tatas", parecía decir la expresión de satisfacción y confianza en su superioridad que mostraban aquellos jugadores de rojo, a los que nosotros solo atinábamos a seguir de un lado a otro del campo, igual que un toro frustrado y agotado. Solo los aciertos del gordo Pepe, nuestro portero, impidieron que recibiéramos más goles en aquel primer tiempo para el olvido. El malestar y el enojo que imperaba entre los azules se evidenciaba en cada reclamo airado que nos hacíamos unos a otros. Ese era un sentimiento que yo conocía bien. Lo recuerdo de un partidito entre amigos en El Cafetalón, cuando yo era un muchacho rebelde de apenas 16 años. Ese día no me había salido nada y yo estaba enfurecido conmigo y con todos. Mi padre estaba en el mismo equipo y me había señalado los errores que estaba cometiendo, y en una penosa respuesta que todavía recuerdo con pesar, le dije que no estaba jugando para recibir regaños y me salí de la cancha. Al domingo siguiente, decidí que jugaría en el equipo contrario al de mi viejo. Anoté un gol pero perdimos el partido. Camino a casa me revolvió el pelo (una fiel copia del suyo) y me dijo con tono animado: "Jugaste bien, de verdad que preferiría no tenerte en contra". Por supuesto que nunca más lo hice.
En el entretiempo, Chema volvió a colocarme la venda en la rodilla, pero esta vez ajustó bien el broche que la afianzaba mucho mejor, haciendo una enorme diferencia. El juego se reinició, pero nuestra reacción llegó hasta bien entrado el segundo tiempo, cuando volvimos a creer en nosotros (en el fútbol, como en la vida, todo se resume a credos). Y entonces, con más ganas que recursos y con más voluntad que técnica, comenzamos a llegar al área contraria cada vez con más frecuencia y peligro. El empate que se nos había negado hasta el minuto 86, se presentó en una jugada muy batallada. Después de varios tiros, atajadas, rebotes y forcejeos, el último remate de Chente se estrelló en el costado del portero de los rojos y se coló bajo su cuerpo, siguiendo su trayectoria hacia el marco, sin fuerza, despacito, con suspenso...pero con suficiencia. Era gol. Cada una, la voluntad y la fortuna, habían aportado su parte.
Pero aún no podíamos celebrar, el empate no bastaba. Habíamos iniciado aquel torneo recibiendo humillantes goleadas y, después de mucho trabajo y sacrificio para encontrar el equipo base, sintonizarnos en una misma idea de juego y ponernos en forma (que así funcionan los equipos de burócratas y oficinistas de 30 años cuando se animan a jugar de nuevo después de varios años de sedentarismo), ahora estábamos apenas a un gol de meternos entre los mejores cuatro equipos del campeonato.
Los rojos percibieron que adelantaríamos filas para irnos con todo sobre su marco en los pocos minutos que quedaban, y con mucha idea enviaron un par de pelotazos largos que dejaron a su centro-delantero mano a mano con nuestro portero. Pero esa noche, una vez superado el error garrafal del primer minuto, el gordo Pepe se había convertido en un gigante imbatible. "¡Aquino es mi apellido!", gritaba el gordo levantándose del suelo con la pelota atenazada entre los guantes. "¡Y aquí no!", remachaba negando con el dedo índice.
Se cumplía el minuto 90 y Chema gritó desde la zona técnica que había que mandar la pelota de una vez hasta el área rival. El gordo Pepe levantó la vista y despejó buscando al negro Méndez, que se había desmarcado bien a unos 30 metros de la portería contraria. El negro controló el balón y enfiló hacia el área grande, cuando un defensa rojo que volvía se lo llevó puesto en una jugada bastante malintencionada.
Al escuchar el pito arbitral, recordé a mi padre en sus tiempos de jugador, pidiendo la pelota cada vez que había que cobrar un tiro libre directo. Mi papá sabía patear el balón con una potencia intimidante o con un efecto impecable, según el caso. Tal fue la cantidad y calidad de goles que marcó de ambas maneras, que en mis sueños infantiles yo no aspiraba a pegarle a la pelota como Zico, Platini, Maradona o el Mágico González, sino como mi viejo. Y mi viejo trató de enseñarme. En innumerables lecciones y prácticas en las canchas de El Cafetalón en mi natal Santa Tecla, me mostró la técnica, el impulso, la inclinación del cuerpo, el punto exacto donde se debe golpear el balón y el momento justo para sacar el pie después de haberlo dirigido. Yo no lo conseguía casi nunca. Entonces mi padre, a veces con entusiasmo y otras con menos paciencia, me animaba a intentarlo de nuevo. Y cuando en una de tantas los planetas se alineaban y todos los ingredientes antes mencionados se combinaban para dar a luz un tiro perfecto, uno que pasara sobre los obstáculos y bajara a tiempo de meterse en el marco, su sonrisa orgullosa era la mejor recompensa que yo podía recibir.
Ese hombre de origen humilde, todo sacrificio y lucha, siempre animoso y lleno de fe, me ha enseñado las cosas más importantes y valiosas. Dicen que el juego es un ensayo de la vida, y mi padre ha abrazado su familia, su trabajo, sus credos y sus metas, con la misma pasión e intensidad con que siempre se entregó en la cancha.
Volví de mi arrobamiento y sin pronunciar palabra fui por la pelota y la puse en el punto de la falta, a unos 25 metros del marco. "¡Vamos chele, pegale vos!", gritó el gordo Pepe. Todavía dolorido por el golpe recibido, el negro Méndez, eterno encargado de cobrar las faltas, asintió con un gesto.
Acomodé la pelota y antes de incorporarme volví a apretar la venda en mi rodilla. Ya erguido observé a los jugadores en la barrera y la posición del portero. Retrocedí dos pasos y respiré hondo para aplomarme. "Dale", pensé, "así como te enseñó el viejo". Recuerdo que di esos dos pasos y le entré a la pelota con un sentido del tiempo que nunca volví a experimentar. Vi al extremo izquierdo de la barrera saltar sin alcanzarla y al portero quedarse parado, observando incrédulo cómo la pelota bajaba hasta entrar en el ángulo. "¡Gol, gol! ¡Golazo!", escuché detrás mío mientras me caía en la espalda el equipo entero hecho un racimo. A lo lejos oí como el árbitro daba el pitazo final. Habíamos ganado en la última jugada del partido.
No sé cuanto tiempo pasó antes de que se removieran todas las capas del cerro humano que me ahogaba. Cuando finalmente pude pararme, dirigí la mirada a la grada donde celebraban jubilosas las familias de nuestro equipo. Ahí estaban los hermanos, las esposas, los hijos, los amigos y... ¿el jefe de mi viejo? Entonces me encontré con la mirada orgullosa y emocionada de mi padre. Había vuelto temprano del aeropuerto y le había comentado del partido a su jefe, quien le dijo que pasaran por la cancha para ver tan siquiera los últimos minutos. Mi padre había llegado justo a tiempo de atestiguar cómo, aplicando sus enseñanzas y siendo un poquito como él, yo había alcanzado la que sería la mayor hazaña deportiva de mi vida.
Recogí la venda que me habían destartalado en la buruca y comencé a trotar hacia las gradas para encontrarme con mi viejo. En esos metros volví a ser el niño que corre a participarle a su padre su más reciente logro. Al encontrarnos, ninguno de los dos pudo hablar. En momentos así, un abrazo es la mejor palabra. Lo que acababa de ocurrir no era solo un gol de último minuto en un partido de corte dramático, ni tan solo un sufrido pase a semifinales. Era la demostración palpable de que los padres se repiten en sus hijos, que somos cabo y resumen de nuestros padres y abuelos y que hay momentos fugaces que pueden volverse eternos.
Junto a nosotros, el gordo Pepe también apretujaba en un emotivo abrazo a su hijo de 7 años, su admirador número uno. Mi papá y yo nos sonreímos con complicidad al ver la enternecedora escena.
—¿Me regalás la venda?
—¡Por supuesto, quedatela, es del equipo!
Y sí, mi viejo querido, vos y yo siempre estaremos en el mismo equipo.
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Con la publicación de este relato cumplo la tarea de escribir un post sobre mi padre, una asignación de Miguel Ángel Meléndez, en el marco de la lectura del libro que él propuso para el Club de la Buena Estrella: El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. Gracias Mike, por propiciar la oportunidad de revivir y plasmar este recuerdo entrañable.