Hablar de Yuval Noah Harari suele desencadenar reacciones de interés, alboroto, polémica y, en algunos casos, de profundo desasosiego.
El famoso historiador hebreo es reconocido como escritor best seller por sus obras Sapiens: de animales a dioses. Una breve historia de la humanidad y posteriormente Homo Deus: Breve historia del mañana, libro que nos ocupa en este caso.
Habiendo leído ambos libros, he de reconocer que el autor tiene la virtud de volver interesantes y fluidos temas que muchos apenas conocíamos o que simplemente no gozaban de nuestro interés por ser percibidos como aburridos o difíciles de entender. El mérito del autor es dotarlos de sencillez y claridad suficientes como para que casi cualquier lector acceda a la información y la asimile en buena medida. Eso es de lo más satisfactorio en cuanto a la manera en que está escrito.
Ya sobre el contenido, en el caso de Sapiens no estuve de acuerdo con su enfoque sobre muchos aspectos del pasado prehistórico de la humanidad o con su interpretación particular sobre algunos acontecimientos que marcaron cambios significativos en la vida de nuestra especie en tiempos más recientes, pero admito que en todos los casos siembra la semilla que obliga a la consulta y a la reflexión sobre dichos tópicos. Sin embargo en Homo Deus, a pesar de mantener sus hilos interesantes, presentar muchos datos y proponer teorías sobre el futuro de la humanidad, encontré varios planteamientos que me parecieron sesgados y tendenciosos.
Me parece por ejemplo que Harari subestima el impacto que tendría para la inmensa mayoría de los seres humanos tener que asimilar como verdad la inexistencia de Dios. Si un día viniera una nave espacial y de ella descendieran seres extraterrestres para darnos la noticia de que han recorrido de lado a lado el universo sin encontrar una evidencia de Dios, podemos estar seguros que la mayoría de los habitantes de este planeta se quebraría por dentro. Harari parece atribuir a la humanidad entera valores, capacidades y creencias que en realidad solo ostentan muy pocos humanos de avanzada en sociedades y clases pudientes y dominantes, olvidando que hay países y seres humanos de segunda y tercera línea, con un valor muy relativo para las naciones hegemónicas. El autor siempre parece medir las cosas desde la óptica de países y sociedades desarrolladas. De presunciones como esas es altamente probable que resulten falacias. De hecho Harari admite que las muestras de datos tomadas han sido obtenidas tan solo en sociedades educadas, industrializadas, ricas y democráticas del mundo occidental (WEIRD: Western, educated, industrialized, rich and democratic).
No obstante, Harari me parece demasiado listo como para tomar sus planteamientos en esa línea como meros errores o desatinos. El historiador, ahora abordando temas de carácter científico, casi ha hecho una intrusión como divulgador sociológico, planteando predicciones que más bien inducen conceptos que poco a poco se van masificando hasta lograr un gradual condicionamiento y aceptación. De ahí que su reputación se ha ido posicionando exitosamente. Harari ha devenido en gurú e influencer de líderes mundiales de diversos ámbitos, que ya no solo leen sus libros sino que también lo invitan como orador y asesor en foros de importancia global. Las masas, en consecuencia, también han ido engrosando las filas de lectores de su obra, sobre todo si personalidades como Barack Obama o Bill Gates recomiendan encarecidamente su lectura.
Si las propuestas de Harari llegan directamente a los líderes mundiales y permean en sus enfoques y opiniones, el potencial de que sus predicciones se vuelvan realidad es mucho más alto. La predicción pasa a convertirse en una inducción. Luego, el condicionamiento de las masas a las ideas donde Harari desmantela conceptos como la existencia individual, la consciencia del yo, el alma, la gestación del deseo y el libre albedrío, al tiempo que cuestiona el futuro de la democracia y de los derechos humanos, además de exaltar las ventajas de renunciar a la privacidad y compartir toda nuestra información personal a cambio de algunos beneficios que esto pudiera traernos; allana el camino para lo que se antoja como una inevitable implantación del futuro que describe.
Luego, descreo de su refuerzo al argumento de que el cliente siempre tiene la razón. Las nuevas formas de gestionar mercados y productos clasifican a los clientes no solo según cuánto compran o con qué frecuencia lo hacen, sino también determinando cuántos recursos consume su gestión y cuánto desgaste representa atenderlos. Con eso en mira, habrá clientes que justificarán atenciones especiales, mientras que otros pueden incluso llegar a ser prescindibles. Discordo también cuando plantea que sin importar que todos los profesores de universidad y todos los sacerdotes y muláes gritasen desde todos los púlpitos que un coche es maravilloso, si los clientes lo rechazan es un mal coche. Harari parece obviar el asombroso poder de los influencers, ahora capaces de lograr que mercados multitudinarios compren verdadera basura.
Harari también plantea que la sensibilidad no es una aptitud abstracta que se aprende leyendo libros. Los que apreciamos la lectura sabemos bien que este hábito puede ayudarnos a desarrollar cualidades como la comprensión, la empatía y la tolerancia. Al margen de si lo que leemos es real o ficticio, en cada libro disponemos de una ventana que nos permite observar a otras personas, en otros tiempos y lugares y, a partir de esa observación, profundizar nuestro conocimiento de la naturaleza humana tan solo viendo y analizando cómo otros reaccionan ante los eventos de sus propias vidas.
Pero donde realmente encontré una barrera perturbadora es en su afán por animalizar al hombre por completo, despojándolo de los rasgos que siempre consideramos como las facetas más elevadas y sublimes de la humanidad. Reducir la experiencia arrobadora de presenciar una gran obra de arte, de escuchar las erizantes notas de una gran composición musical o de vivir un amor profundo y trascendental a apenas impulsos bioquímicos que obedecen a un algoritmo funcional, me parece muy triste y lamentable. Al margen de mi visión personal sobre la existencia de un ser superior o de una fuerza creativa misteriosa que excede mis capacidades de comprensión, siempre he creído que hay una llamita especial en el ser humano, a lo mejor desperdiciada por la mayoría, pero que resulta insoslayable cuando la contemplamos en la vida y obra de grandes figuras de la historia de nuestra especie.
La chispa inicial que da paso a la vida desde la materia inanimada sigue siendo un misterio aún para la ciencia más avanzada. El hombre ha jugado con mucho éxito a ser dios desde la manipulación genética, la modificación celular, la fertilización in vitro o la generación de órganos a partir de células madre. Pero la ciencia aún no ha podido crear vida desde cero. Esa es la última frontera, probablemente el último hálito que sostiene la creencia en el soplo de vida que animó al muñeco de barro. Acaso esa chispa que revelaría el origen divino resida en algún punto de los estados de la mente que el mismo Harari reconoce como un océano inexplorado.
Sé que es muy probable que la humanidad se encamine al final de su ciclo y que lo que viene sea una sociedad de cyborgs, superhumanos o máquinas. Es bastante lógico pensar que cada vez habrá menos humanos útiles para la nueva realidad de la vida en este u otro planeta y que la individualidad puede sucumbir cuando todos acabemos conectados sin cables ni prótesis a un único cerebro satelizado que nos gobierne de manera centralizada. De una manera u otra, el futuro (y no solo el propuesto por Harari) es poco alentador y bastante desprovisto de esperanza. Por como corren los tiempos, ya quisiera uno refugiarse en la perspectiva quijotesca y romántica que proponía John Connor en la famosa saga futurista: “El futuro no está establecido. No hay destino. Solo existe el que nosotros hacemos.”