Buenos Aires, 1956
Contemplo la impoluta blancura del papel que estuve a punto de profanar y me divierte mi propia estupidez. ¿Qué sentido tiene ahora escribir una carta en respuesta a Ñato Iberra? En breves instantes no existiré más. De mí, de Jacinto Chiclana... no quedará recuerdo, vaho ni huella. Si no hay creador no hay obra. Si no hay pies no hay pasos. Si no hay puño tampoco puede haber letra.
En cuanto a Iberra, el pobre diablo se desvanecerá en la nada mientras me espera en la esquina de Rincón y Rivadavia, del mismo modo en que yo me borraré del todo a varias cuadras de ahí, en este edificio de la calle México, en esta babel de libros y volúmenes: el majestuoso reino del dios ciego cuyos días me apresuro a cortar con un cuchillo. No pude haber elegido mejor lugar y tiempo para matar y morir, para nacer al olvido, para abortarme de cuajo de todas las realidades y ficciones, para arrancarme de raíz de todas las dimensiones y épocas.
Nunca antes fui tan consciente de que al matar a un hombre también se mata de un tajo su simiente, se evita su descendencia. Si matas a un dios también acabas con su obra, lo despojas de su divinidad, impides su culto. Eliminar al hacedor antes de que me haya creado será el suicidio más excelso y la rebelión más sublime. Me lo llevaré conmigo.
Hurgo en mi decrépita memoria y no encuentro remordimiento alguno. Apenas he sido el arma ejecutora en la mano del criminal, y no se puede culpar al cuchillo por la sangre derramada. Es mi naturaleza, mi propósito, acaso mi destino. He visto a los ojos a Maneco Uriarte, Duncan, Juan Dahlmann, Juan Almanza y Juan Almada. Incluso a Juan Iberra, a quién eliminé para salvar a su hermano menor, el Ñato, de la indigna muerte de un balazo. Todos me han entregado una última mirada de buey manso resignado al degüello. Como yo, cada uno de ellos también fue creado con las mismas letras. Son mis hermanos de tragedia.
Pero yo no moriré la muerte que está escrita para mí. He abierto los ojos, sé la verdad. Ergo, soy libre de morir a mi manera. Ahora puedo distinguir con claridad cada detalle, cada contorno. Mi lucidez contrasta de manera aguda con la ceguera del hacedor. Le veo recorriendo los pasillos, deteniéndose frente a cada anaquel, tomando cada volumen entre las manos, esforzando sus ojos sin luz en un vano intento por descifrar las letras. Le veo suspirando, aceptando la noche, contemplando la ironía, acariciando los lomos de los libros ya ilegibles para sus ojos apagados.
—Señor Borges.
—Al fin te decides a hablarme.
—¿Me conoce? ¿cómo puede conocerme? ¿cómo, si no ha podido verme, sabía que yo estaba aquí?
—Habrás notado que mis ojos no perciben nada que no sea una luz intensa, y estoy seguro de haber visto el destello de un cuchillo. Además, he podido sentir tu presencia, Jacinto.
—No es posible, ¡no hay manera de que sepa quién soy, aún no ha escrito nada sobre mí!
—Que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero es una paradoja evidente.
—¿De qué tercero habla? ¿qué paradoja?
—Es con tus ojos que puedo ver con claridad, es a través de ti que me someto a la ley del cuchillo, a la vida que no tuve, a la muerte que no tendré. ¿Piensas que te inventé yo? No Jacinto, te equivocas. Te creó hace mucho el otro Borges, el joven que seguiste por el Buenos Aires de otros pagos. Acabar conmigo no acabará contigo, porque es para eso que has venido, ¿no es cierto?
—¿El otro Borges? ¡no es verdad! ¡no puede serlo! ¿cuántos Borges hay?
—Miles. El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me lleva, pero yo soy el río; es un tigre que me devora, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. Y del mismo modo hay miles de instancias de Jacinto Chiclana, de Ñato Iberra, de Buenos Aires, del universo. Hay tantas instancias, con tantas y tan diversas variaciones, como bifurcaciones hay en cada sendero del jardín. A veces eres mi hijo leal, en otras mi hijo pródigo, y en otras tantas eres mi Absalón sublevado. Algunas veces incluso eres Iberra. En la más genial e inesperada de las bifurcaciones, yo soy Chiclana y tú eres Borges. Tu historia y la mía forman un volumen cíclico cuya última página es idéntica a la primera. Esta es la última página. ¿Crees que no la hemos vivido antes? ¿que no se repetirá hasta el infinito? Otro Jacinto Chiclana camina ahora por Rivadavia, dirigiéndose a lo inevitable, hacia la esquina maldita donde lo espera Ñato Iberra. El filo de la muerte es tu destino, el más digno de los finales. Tu sacrificio es tu gloria. Sin embargo hay otra mano, otro sentido. Puedes quedarte aquí, puedes matarme. En realidad me encantaría que lo hicieras. Puedo darte mi soledad, mi oscuridad, el hambre de mi corazón, estoy tratando de sobornarte con incertidumbre, con peligro, con derrota. Porque la palabra escrita queda indemne, rematando el final oficial y eterno, que solo inmortaliza la verdad del victorioso.