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Relato meta-ficticio basado en el libro "Kazalcán y los últimos hijos del Sol Oculto" |
Un mes antes del equinoccio de otoño, Hulualcón comenzó a escuchar con insistencia un nombre proscrito hace milenios. Como en sueños o evocaciones lejanas, la palabra escapaba de largos silencios, traspasaba los portales del inframundo que el semidiós resguarda por voluntad de los dioses, llegaba a sus oídos y hacía eco en su memoria: "Kazalcán... Kazalcán... Kazalcán".
— Los hijos indignos de la tierra finalmente han dado con el nombre —pensó el guardián, engendro de cadejo y sacerdotisa—, de nuevo tienen otra oportunidad.
Desterrado del paraíso por robar el códice sagrado para salvar a la isla Nebí del juicio de los dioses, el ignominioso héroe Kazalcán había sido condenado en su lugar a la muerte en vida, el olvido. Apenas hablarían de él en su propia generación. Tres generaciones más tarde nadie lo recordaría. Desde entonces, destinados a ser anónimos granos de arena en interminables playas de hombres de paso, los hijos del clarinero y la montaña, sus hijos, han nacido y muerto a millones durante esta era oscura cuyo designio ignoran. No hay más auspicios ni oráculos, perdido está el códice sagrado y apagada la flama que reza el futuro. Reducidas a ruinas han quedado las edificaciones de gloriosos templos de otros presentes, donde sus viejos altares ya han olvidado la roja vertiente de corazones sacrificados, del mismo modo que olvida el hambre de hoy al alimento de ayer.
— Nadie hay en esta raza decadente e incrédula, digno de hablar con el fuego y capaz de aprender lenguas de dioses —dice Muoc a Kunamphú—. Están demasiado lejos de tradiciones extintas hace milenios. Sin embargo, aún hay esperanza. Por la más densa de las oscuridades hay que pasar antes de ver a Topuc renacer victorioso desde las profundidades de la noche. Existe otra forma de fuego que puede inspirar a otra suerte de auspicio y revelar a través de él antiguos secretos sagrados e historias fundamentales.
— Uno hay que he visitado en sueños —continúa Muoc—, en cuyos sentidos he puesto las imágenes y las experiencias de los últimos hijos del Sol Oculto, mismas que él luego escribe cuidadosamente al despertar.
— Sé de quien hablas —dice Kunamphú mientras asiente—. Su nombre nada tiene que ver con las lenguas ancestrales de los siete señoríos del jaguar, cuyos territorios fueron corrompidos por la llegada de hombres pálidos, que impusieron su propia lengua y costumbres hasta el grado de confundir la identidad de los hijos de este suelo, replegada hoy al escondido torrente de sus venas; pero es un hecho que este hombre ha nacido en esta tierra bañada por las aguas de Ampolutzé y Columpumphé, y que su devoción por escribir lo que el fuego sagrado le inspira, lo vuelve digno de convertirse en la soga que unirá al hombre de hoy con sus ancestros olvidados. De ahora en más, lo llamaremos Mecatl.
Kunamphú emite el edicto alzando el mentón y hundiendo la mirada en el oscuro manto de Xilá, cuyas estrellas semejan diamantes de lejano fulgor, adornos luminosos de la dimensión donde habitan en calidad de guardianes de lo sagrado los otrora Auspicio y Sacerdote Supremo.
Desde el firmamento de Xilá, Muoc induce e inspira a Mecatl, quien ignorando su nuevo nombre y desconociendo los elevados propósitos que está destinado a cumplir, sigue escribiendo con detalle lo que en sueños Muoc va sembrando en sus sentidos.
Escribe —musita Muoc al oído de Mecatl—, escribe. El hombre de hoy debe leer los códices que ha heredado de sus ancestros, y escuchar con atención al pasado para poder expiar sus yerros. Ese ha de ser su propio peregrinaje caminando de espaldas hasta encontrarse.
Impelido por la firme voluntad de los guardianes de lo sagrado, Mecatl escribe las gestas de Kazalcán y los últimos hijos del Sol Oculto. Ignora el profeta jaguar que ha quedado en el medio de fuerzas colosales en pugna eterna, que la sombra de malignos querques y plumas de urubú se cierne siniestra para impedir que el códice vea la luz. Pero la verá, por Topuc que lo hará. Los poderes oscuros no pueden detener la llegada del día, y en el templo de Uruk, bajo el signo de Sulayom, el fuego revelador se inscribe en las sagradas páginas.
Hasta las manos y la vista de los amoxpouani de Qualli Citlalzin (los lectores de la Buena Estrella), ha llegado el códice. Por un mes, cada siete días se han reunido para repasar las historias del Sol Oculto. El equinoccio de otoño los ha encontrado repitiendo el nombre proscrito hace milenios: "Kazalcán... Kazalcán... Kazalcán". La reunión con Mecatl ahora es imperiosa, el día y el lugar ya han sido señalados.
Cutzí, la tierra, se ha sacudido varias veces renegando de sus hijos indignos, plaga terrible, insaciables demonios incapaces de vivir en paz con ellos mismos o con los otros. Axpal, el viento, ha expulsado a las nubes del cielo; quiere hablar a solas con Ilhuitl, el día. La era oscura está por terminar...