I
En El Pobre Shakespeare1, G.K Chesterton, se propone a responder el cuestionamiento principal en Camus: '¿Cual es el propósito de?'; pregunta que no deja de estar impregnada de las complicaciones que hacen de Chesterton el gigante indefinible - y por antonomasia, desconocido - de la maquina de pensamiento occidental.
Chesterton decide trabajar el que considera "el más interesante de los libros antiguos. Casi podríamos decir que es el más interesante de los libros moderno", el Libro de Job. Libro cuya belleza reside en el deseo de conocer la realidad tal y como es. En este sentido, la acción de Chesterton se desenvuelve dentro de los límites del mapa camusiano.
El procedimiento de Chesterton, que en apariencia es rudimentario, simple o tosco, encierra ingenio. Cuestionar al hombre, su cotidianidad y estética, resultaría en el mismo producto que terminara arribando Camus una década después. Para librarse de estas trampas de la comodidad, la literatura le ofrece las cuotas de diversión y razonamiento necesario para hacer una inspección en el corazón mismo del hombre; el cual, desde siempre, se define y encuentra su identidad en el contraste - aquí Chesterton pasa por Hegeliano o Hegel era un chestertoniano - y no en una esencia primordial e inherente al sujeto. De esa forma sería posible aseverar que la identidad del hombre es lo que resta de la contraposición entre Dios y el hombre; una aritmética injusta.
En El pobre Shakespeare, Chesterton señala:
En El pobre Shakespeare, Chesterton señala:
Sin embargo la intuición de que Dios no sólo es más fuerte que el hombre, no sólo es más secreto que el hombre, sino que él significa más, que él sabe mejor lo que está haciendo, que, comparados con él tenemos algo de la vaguedad, la sinrazón, y el vagar de las bestias (...) está tan interesado en afirmar la personalidad De Dios que casi afirma la impersonalizad del hombre (...) De modo que el Antiguo Testamento se regodea constantemente en la idea de la aniquilación del hombre comparado con el propósito divino2.
El don de Chesterton brilla en la capacidad de abandonar, sin dificultad, los laberintos sin salida de Kierkegaard, Chestov, Husserl y Camus. El secreto del 'gigante' reside en las coordenadas que configurar la tragedia, el poema y la ficción3 de Job. En Job la pregunta que se tiene que resolver es ¿Cuál es el propósito de Dios? Dios, quién aparece en la forma de una identidad positiva, debe verificarse bajo las mismas permutaciones que utiliza para definir el resto de identidades4. Por ello, siguiendo a Chesterton, Job quien es un optimista ultrajado y calumniado - lo que vendría a ser 'un pesimista' - "quiere que el Universo se justifique, no porque desee descubrir su error, sino porque realmente quiere que esté justificado5". Así, en el lenguaje de Camus, Chesterton planea resolver definitivamente lo absurdo en el corazón mismo de lo absurdo, demostrando que dentro de él reside una contradicción fundamental.
II
Job, al igual que Sísifo6, es presa de lo absurdo. La asimetría entre la 'vida buena' y la 'buena vida', queda revelada en Job, junto la inoperancia de la acción-personal sobre la realidad. En su defecto, y alargando las cosas hasta llegar a sus últimas implicaciones, la unidad y el significado se encuentran ausentes dentro del universo de Job: y esta ausencia es la presencia que evoca el problema, que señala la carencia y demanda la respuesta que justifique esta falta de intervención, en cualquier sentido, de Dios.
Los cercanos a Job, conscientes de esta falla estructural7 dentro del universo, recurren a cansadas formulaciones y estrategias para explicar la condición de Job y el universo, y lo único que logran es afirmar el efecto de la máscara ideológica de lo absurdo, la cual funciona como coerción8. El discurso de Camus, el cual seria (re)citar El Mito de Sísifo, encajaría sin problemas como la cuarta acusación contra Job después de las intervenciones de Elifaz, Bildad y Zofar. Camus alegaría contra Job el intrincado optimismo, esa ridícula esperanza que él suele mantener ante las desgracias que le acongojan, y de ser posible se esforzara en ridiculizar la infantil y zalamera tendencia de Job de esperar correspondencia entre los deseos del corazón y la realidad, en un mundo que desconoce de equilibrio y justicia.
Los cercanos a Job, conscientes de esta falla estructural7 dentro del universo, recurren a cansadas formulaciones y estrategias para explicar la condición de Job y el universo, y lo único que logran es afirmar el efecto de la máscara ideológica de lo absurdo, la cual funciona como coerción8. El discurso de Camus, el cual seria (re)citar El Mito de Sísifo, encajaría sin problemas como la cuarta acusación contra Job después de las intervenciones de Elifaz, Bildad y Zofar. Camus alegaría contra Job el intrincado optimismo, esa ridícula esperanza que él suele mantener ante las desgracias que le acongojan, y de ser posible se esforzara en ridiculizar la infantil y zalamera tendencia de Job de esperar correspondencia entre los deseos del corazón y la realidad, en un mundo que desconoce de equilibrio y justicia.
Si bien el poema de Job nos señala que ninguna de las tres acusaciones fue correcta, la cuarta, la de Camus, sería igual de inútil. Job entendería que la felicidad de Sísifo y su consciencia de lo absurdo tienen como base una fractura, su horrorosa verdad: esa piedra tendrá que subirse de alguna u otra forma al siguiente día, los dioses-estupidos seguirán siendo amos, y el sabiondo-hombre seguirá siendo esclavo.
Chesterton nos muestra que en Job abre la brecha para que Dios acepte ser juzgado,: "¿Quién es ése que oscurece el consejo con palabras sin sabiduría? Ahora ciñe como varón tus lomos; Yo te pregunté, y tú me contestaras"9. En ese juicio, justo cuando es el momento en que esperamos la respuesta/defensa-definitiva de Dios sobre las acusaciones que se le imputan, su palabra, el significante universal que engloba todo el proceso de significación y el silencio definitivo de Job, nos encontramos con que Dios no contesta, sino que en lugar de contestar añade más interrogantes, amplia la duda y socava su posición discursiva, destapando su propia verdad: que él, Dios, no puede contestar.
Un poeta más trivial habría hecho intervenir, de un modo u otro, a Dios para contestar a sus preguntas. Pero, por un toque de autentica inspiración, cuando Dios hace su aparición, es para plantear a su vez una serie de preguntas. En este drama del escepticismo el propio Dios adopta el papel de escéptico (...) Vuelve el racionalismo contra si mismo10.
La estrategia de Job, y el seguimiento de Dios sobre este ejercicio, es, como señala Chesterton, la forma correcta de tratar con arrogantes (como en algún punto logramos saborear a Camus):
Al tratar con el arrogante que plantea dudas, el método correcto es animarle a seguir dudando, que dude un poco más, que dude cada día de las cosas nuevas y más sorprendentes del universo, hasta que por fin, mediante alguna extraña iluminación, pueda llegar a dudar de sí mismo11.
Job desdibuja a Dios, revela con astucia que debajo del aparataje de entidad positiva, de unidad orgánica, Absoluta, existe un impasse12. Dios, en lugar de contestar y de consolidarse como-aquel-todo-poderoso ante la humanidad, se rebela, arremete, y se tienta13, contra si mismo. Job conduce la implosión misma de Dios y la dislocación misma de lo absurdo14. Chesterton señala:
Un punto sobre el que, si se me permite decirlo así, Dios es explícito hasta rozar la violencia. Dios dice, en efecto, que si el mundo tiene algo bueno es que, en lo que se refiere a los hombres, no puede explicarse. (Dios) Insiste en la inexplicabilidad de las cosas. "¿Tiene padre la lluvia?, ¿de qué seno nacen los hielos. Va más allá e insiste en la categórica y palpable sinrazón de las cosas: "¿Has hecho que llueva en las tierras despobladas, en la estepa donde no habita el hombre?"15.
El paso radical dentro de esta dialéctica es que lo absurdo (y el Otro que propone lo absurdo) queda escindido de toda esencia, respuesta y significado que garantiza su posición de meta-respuesta hasta terminar dilucidando su cualidad de impos(i)tor. Job desmembra la tapadera del discurso amo de lo absurdo, y de ese agujero, del que solo sabíamos que se manifiesta como misterio y poder, emana su corazón: vacío.
Dios para que Job vea un universo sorprendente, aunque sea haciéndole ver un universo estúpido. Para sorprender al hombre, Dios se convierte en blasfemo por un instante; uno casi podría decir que Dios se convierte en ateo por un instante (...) En lugar de demostrarle a Job que se trata de un mundo explicable, insiste en que es mucho más extraño de lo que nunca pensó Job.
III
El juicio definitivo es que ante tales paradojas, no solamente basta con ser consciente del destino y su incognosibilidad, sino que este negatividad es la que posibilita la modificación y transformación de un universo abierto a las interpretaciones y significados - podríamos atrevernos a citar a Borges con "somos el sueño de Dios", porque en su defecto, refutamos, "Dios es nuestro sueño". Con Chesterton metamorfoseamos lo individual por lo colectivo, lo ético por lo político: 'Si bien todo es absurdo, ¿porqué no vivirlo en una forma soportable?18', '¿Porqué seguir subiendo la piedra cuando podríamos jugar con ella a la pelota?' '¿Acaso seguiríamos saltando si supiéramos que es posible volar?'.
El final de Sísifo en Chesterton, debería proclamar su libertad, anulación y apertura, y como un espejo ver el 'frocaso'19 de los dioses:
Movido por la rutina, que según se sabe es peor que la obligación, uno de los dioses buscó observar al hombre que había aceptado como castigo el subir la piedra sobre la pendiente. Al llegar al lugar de observación, el dios vio que ahí estaba otro dios, uno más terrible que él. El dios terrible miraba como una enorme piedra solitaria rodaba cuesta abajo en la pendiente. El recién llegado sintió algo sobre el pecho, un calor que le agitaba el corazón, y no estaba seguro si ello era fruto de ver como la piedra se perdía en la negrura del infinito o ver la palidez del rostro de su compañero. Tomó aire, y con voz aflautada le insinuó preguntar al otro dios lo que ante sus ojos era ya una respuesta:
- Espero que no me vayas a decir que Sísifo... - el dios terrible no le dejó terminar cuando ya estaba contestando - Si, se fue20.
Apéndice
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Lo que Kafka nos dijo al oido
Creemos que la limitante de Camus no reside en su hermenéutica sobre Kafka, sino en su inverso: en que no pudo dejar a un lado los amplios bosques y los paisajes imposibles para detenerse en el estudio de una de las hojas de uno de los tantos arboles. Su limitante yace en que no observó los detalles, los 'divinos detalles' en Kafka.
Camus extiende un análisis de Kafka - el cual logra combinar con su interpretación de Sísifo - sobre la base de lo que entendemos como sus 'obras maestras' (El Proceso, El Castillo y La Metamorfosis). Uno de los primeros detalles que señalamos es que Kafka, en los tres textos, expresa de forma puntual la toma de consciencia de lo absurdo y a su vez la continuidad y el efecto coercitivo del discurso absurdo sobre el sujeto, sabemos también, nuestro segundo detalle, de que tanto El Proceso y El Castillo nunca fueron dispuestas por Kafka para su impresión21, lo que nos facilita, bajo las reglas de Borges para la publicación22, suponer que los textos estaban incompletos.
¿Qué había o que faltaba, en Kafka, para sus libros pudiesen ser o no publicados?
El 'detalle divino' es que en la primera publicación de Kafka, Contemplaciones (1913), estaba todo aquello que después le faltó y que dicha ausencia termino por conformar el síntoma que lo definirían posteriormente: el encuentro con el Otro/Absurdo y sus consecuencias.
Nuestro 'divino detalle' - de corte chestertoniano - se titula 'Desenmascaramiento de un Embaucador', el cual de haber sido aplicado por Josef K, Gregorio Samsa o K., hubiésemos logrado captar la verdadera esperanza que reside en el cuerpo kafkiano; esperanza que no solo nos remite al acto de consciencia, sino al acto de revelar el agujero mismo del Otro/Absurdo, de dejar expuesta su falta y así evitar morir 'como un perro' o 'como cucaracha'.
Desenmascaramiento de un Embaucador
Por fin, hacia las diez de la noche, llegué con aquel hombre a quien apenas conocía y que no se había despegado de mí durante dos largas horas de paseos callejeros, ante la casa señorial donde tendría lugar una reunión a la que estaba invitado.
–Bueno –dije, y junté ruidosamente las palmas de las manos, para indicarle la necesaria inminencia de una despedida.
Ya había hecho algunas tentativas menos explícitas y estaba bastante cansado.
–¿Piensa entrar ya? –me preguntó.
De su boca surgía un ruido como de dientes entrechocados.
–Sí.
Yo estaba invitado; ya se lo había dicho una vez. Pero invitado a entrar en esa casa, donde tantos deseos tenía de entrar, y no a quedarme allí, ante la puerta, mirando más allá de la cabeza de mi interlocutor, guardando silencio como si hubiéramos decidido quedarnos siempre en ese lugar. Ya compartían ese silencio las casas que nos rodeaban, y la oscuridad que de ellas ascendía hasta las estrellas. Y los pasos de algún transeúnte invisible, cuyo destino no se sentía ganas de investigar; el viento, que azotaba insistentemente el lado opuesto de la calle, un gramófono que cantaba detrás de la ventana cerrada de alguna habitación… todos querían participar de este silencio, como si les hubiera per-tenecido desde siempre.
Y mi acompañante se suscribía en su nombre, y después de una sonri-sa, también en el mío, extendiendo hacia arriba el brazo derecho, contra la pared, y apoyando la cara en ella, con los ojos cerrados.
Pero no quise ver el final de esa sonrisa, porque de pronto se apoderó de mí la vergüenza. Sólo ante esa sonrisa me había dado cuenta de que el hombre era un embaucador, y nada más. Y sin embargo hacía meses que me encontraba en esa ciudad, creía conocer perfectamente a estos embaucadores, que de noche vienen hacia nosotros con las manos extendidas, como taberneros, surgiendo de calles secundarias; que rondan constantemente en torno de los postes de propaganda, a nuestro lado, como si jugaran al escondite, y nos espían desde el otro lado del poste, al menos con un ojo; que de pronto aparecen en las esquinas, cuando estamos indecisos, sobre el borde de la acera. Sin embargo, yo los comprendía perfectamente, porque eran las primeras personas que había conocido en los pequeños albergues de la ciudad, y a ellos les debía los primeros signos de una intransigencia que siempre me había parecido una cualidad tan universal, y que ahora comenzaba a asomar en mí. ¡Cómo se adherían a uno, a pesar de que uno se alejaba de ellos, aun cuando uno les negaba la más mínima esperanza! ¡Cómo no se desalentaban, cómo no cejaban, e insistían en mirarnos con rostros que aun desde lejos seguían siendo suplicantes! Y sus recursos eran siem-pre los mismos: se colocaban ante nosotros, lo más visiblemente posible; trataban de impedir que fuéramos donde quisiéramos; nos ofrecían en cambio un asilo en su propio pecho, y cuando por fin el sentimiento contenido dentro nuestro estallaba, lo aceptaban dichosos, como si fuera un abrazo en el que impetuosamente se sumergían.
Y yo había sido capaz de estar tanto tiempo al lado de ese hombre sin reconocer el viejo juego. Me froté las manos, para borrar la infamia.
Pero el hombre seguía inclinado hacia mí, como antes, considerándose aún un perfecto embaucador; su complacencia ante su propio destino le coloreaba la mejilla descubierta.
–¡Descubierto! –le dije, y lo palmeé suavemente en el hombro. Luego subí con rapidez la escalinata, y los rostros de los criados en el vestíbulo, desinteresadamente afectuosos, me alegraron como una hermosa sorpresa. Los contemplé uno por uno, mientras que me quitaban el abrigo y me limpiaban los zapatos. Respirando con alivio, y con el cuer-po erguido, entré en la sala.
Texto integro: Contemplaciones, Franz Kafka (2008). Editorial Biblos. Buenos Aires Argentina.
** El subrayado es el acto chestertoniano de dejar al descubierto al Otro y su condición de absurdidad.
Notas
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En lo que va de la semana iremos actualizando las notas para este intento (ensayo).