En marzo de 2017, The New York Times publicó una columna escrita por Margaret Atwood titulada "Margaret Atwood habla sobre qué significa 'El Cuento de la Criada' en la era Trump". Es esta una columna de gran valor pues permite conocer la reflexión de la autora sobre su obra, reflejándola en la realidad actual. Tan importante fue considerada esta columna que fue traducida al español para utilizarse como introducción a una nueva edición del libro.
Nuestra amiga Karla Rodríguez, poseedora de dicha edición del libro, con la gentileza y proactividad que la caracteriza, se ofreció a enviarme una transcripción de dicha introducción para poder abonar a la presentación del libro. Me parece que la columna misma es tan buena y para dar mayor alcance al esfuerzo de Karla, me permito reproducirla acá textualmente.
Espero la encuentren ustedes también muy informativa y esclarecedora.
Margaret Atwood habla sobre qué significa 'El Cuento de la Criada' en la era Trump
En
la primavera de 1984 empecé a escribir una novela que inicialmente no se iba a
llamar El cuento de la criada. La
escribía a mano, casi siempre en unos cuadernos de papel pautado amarillo, y
luego transcribía mis casi ilegibles garabatos con una gigantesca máquina de
escribir alquilada, con teclado alemán.
El
teclado era alemán porque yo vivía en Berlín Occidental, ciudad rodeada
todavía, en esa época, por el Muro: el imperio soviético se mantenía firme y
aun iba a tardar otros cuatro años en desmoronarse. Todos los domingos, las
fuerzas aéreas de Alemania Oriental provocaban una serie de estallidos que
rompían la barrera del sonido y nos recordaban su cercanía. Durante mis visitas
a diversos países del otro lado del Telón de Acero -Checoslovaquia, Alemania
Oriental- experimenté la cautela, la sensación de ser objeto de espionaje, los
silencios, los cambios de tema, las formas que encontraba la gente para
transmitir la información de manera indirecta, y todo eso influyó en lo que
estaba escribiendo. Otro tanto ocurrió con los edificios reutilizados: “Antes,
esto era de los…, pero luego desaparecieron”. Escuché historias como esa en
múltiples ocasiones.
Como
nací en 1939 y mi conciencia se formó durante la Segunda Guerra Mundial, sabía
que el orden establecido puede desvanecerse de la noche a la mañana. Los
cambios pueden ser rápidos como el rayo. No se podía confiar en la frase: “Esto
aquí no puede pasar”. En determinadas circunstancias, puede pasar cualquier
cosa en cualquier lugar.
En
1984 ya llevaba uno o dos años evitando enfrentarme a esa novela. Me parecía un
empeño arriesgado. Había leído a fondo mucha ciencia ficción, ficción
especulativa, utopías y distopías, desde la época del instituto, allá por los
años cincuenta, pero nunca había escrito un libro de esa clase. ¿Sería capaz?
Era una forma sembrada de obstáculos, entre los que destaca la tendencia a
sermonear, las digresiones alegóricas y la falta de verosimilitud. Si iba a
crear un jardín imaginario, quería que los sapos que vivieran el él fuesen
reales. Una de mis normas consistía en no incluir en el libro ningún suceso que
no hubiera ocurrido ya en lo que James Joyce llamaba la “pesadilla” de la
historia, así como ningún aparato tecnológico que no estuviera disponible. Nada
de cachivaches imaginarios, ni leyes imaginarias, ni atrocidades imaginarias.
Dios está en los detalles, dicen. El diablo también.
En
1984, la principal premisa parecía -incluso a mí- más bien excesiva. ¿Iba a ser
capaz de convencer a los lectores de que en Estados Unidos se había producido
un golpe de Estado que había transformado la democracia liberal existente hasta
entonces en una dictadura teocrática que se lo tomaba todo al pie de la letra?
En el libro, la Constitución y el Congreso ya no existen; la República de
Gilead se alza sobre los fundamentos de las raíces del puritanismo del siglo
diecisiete, que siempre ha permanecido bajo la América moderna que creíamos
conocer.
La
acción concreta del libro transcurre en Cambridge, Massachusetts, donde tiene
su sede la Universidad de Harvard, que en nuestros tiempos es una institución
educativa y liberal de la mayor importancia, pero en otros fue un seminario
teológico para los puritanos. El Servicio Secreto de Gilead está en la
biblioteca Widener, entre cuyas pilas de libros yo había pasado muchas horas
para investigar sobre mis antepasados de Nueva Inglaterra y sobre los juicios
de las brujas de Salem. ¿Se ofendería alguien si usaba el muro de Harvard como
lugar de exhibición de los cuerpos ejecutados? (Sí, se ofendieron).
En
la novela, la población se está reduciendo a causa de la contaminación
ambiental, y la capacidad de engendrar criaturas escasea. (En el mundo real de
hoy en día, hay estudios que revelan un agudo declive de la fertilidad de los
varones en China). Como en los regímenes totalitarios -o, de hecho, en
cualquier sociedad radicalmente jerarquizada-, la clase gobernante monopoliza
todo lo que tenga algún valor, la élite del régimen se las arregla para
repartirse las hembras fértiles como criadas. Eso tiene un precedente bíblico
en la historia de Jacob y sus dos esposas, Raquel y Lía, y las dos criadas de
estas. Un hombre, cuatro mujeres, doce descendientes…, pero las criadas no
podían reclamar a sus hijos, pertenecían a las respectivas esposas.
Y
así sigue la historia.
Cuando
empecé, El cuento de la criada se
llamaba Offred, el nombre de su
personaje principal. Está compuesto por el nombre de pila de un hombre, Fred, y
el prefijo que denota posesión: es como el “de” en francés y español, el “von” del
alemán, o el sufijo “son” de los apellidos ingleses, como Williamson. El nombre
insinuaba también otra posible interpretación: offered, “ofrecida”, que aludía a una ofrenda religiosa o a una
víctima ofrecida en sacrificio.
¿Por
qué no llegamos a conocer en ningún momento el verdadero nombre del personaje
principal? Me lo preguntan a menudo. Porque, respondo, a lo largo de la
historia mucha gente ha visto su nombre cambiado, o simplemente ha desaparecido
de la vista. Hay quien deduce que el nombre verdadero de Defred es June porque,
de todos los nombres susurrados entre las criadas en el gimnasio/dormitorio,
June es el único que no vuelve a aparecer nunca más. No era esa mi idea
original, pero como encaja, los lectores son libres de creerlo si así lo desean.
En
algún momento, durante la escritura, el título pasó a ser El cuento de la criada, en parte como homenaje a los Cuentos de Canterbury de Chaucer, pero
también en referencia a los cuentos de hadas y a los relatos folclóricos: la
historia que narra el personaje central forma parte -para sus lectores u
oyentes lejanos- de lo increíble, lo fantástico, igual que las historias
relatadas por quienes han sobrevivido a algún suceso trascendental.
A
lo largo de los años, El cuento de la
criada ha adoptado muchas formas distintas. Se ha traducido a cuarenta
idiomas, o tal vez más. En 1989 se convirtió en una película. Ha sido una ópera
y también un ballet. Se está haciendo con ella una novela gráfica. Y en 2017 se
estrenó una serie de televisión.
Participé
en el rodaje de esta última con un pequeño cameo. Se trata de una escena en la
que las criadas recién reclutadas se ven sometidas a un lavado de cerebro, al
estilo de los que practicaba la Guardia Roja, en una especie de edificio
destinado a la reeducación llamado Centro Rojo. Tienen que aprender a renunciar
a sus identidades anteriores, a asimilar el lugar y las obligaciones que les
corresponden, a entender que no tienen ningún derecho verdadero, pero que
obtendrán protección hasta cierto punto, siempre y cuando sean capaces de
amoldarse, y a tenerse en muy baja estima para poder aceptar el destino que se
les adjudica sin rebelarse ni huir.
Las
criadas están sentadas en corro, mientras las Tías, equipadas con sus aguijadas
eléctricas, las fuerzan a participar en lo que ahora -no así en 1984- se llama
“la deshonra de las zorras” contra una de ellas, Jeanine, a quien se obliga a
relatar la violación en grupo que sufrió en la adolescencia. “Fue culpa suya,
ella los provocó”, canturrean las otras criadas.
Aunque
solo era “una serie de la tele” en la que participaban actrices que al cabo de
un rato, en la pausa para el café, si irían a echar unas risas, y yo misma,
“solo estaba actuando”, la escena me produjo una horrenda perturbación. Se
parecía mucho, demasiado, a la historia. Sí, las mujeres se agrupan para atacar
a otras mujeres. Sí, acusan a las demás para librarse ellas: lo vemos con
absoluta transparencia en la era de las redes sociales, que tanto favorecen la
formación de enjambres. Sí, aceptan encantadas las situaciones que les conceden
poder sobre otras mujeres, incluso -y hasta puede que especialmente- en
sistemas que por lo general conceden escaso poder a las mujeres: sin embargo,
todo poder es relativo y en tiempos duros se percibe que tener poco es mejor
que no tener ninguno. Algunas de las Tías que ejercen el control son verdaderas
creyentes y consideran que hacen un favor a las criadas: al menos no las han
mandado a limpiar residuos tóxicos; al menos, en este nuevo mundo feliz, no las
viola nadie, o no exactamente, o por lo menos quien las viola no es un
desconocido. Entre las Tías hay algunas sádicas. Otras son oportunistas. Y se
les da muy bien el tomar algunos de los reclamos favoritos del feminismo en
1984 -como las campañas contra la pornografía y la exigencia de mayor seguridad
ante los asaltos sexuales- y usarlos en su propio beneficio. Como decía: la
vida real.
Lo
cual me lleva a las tres preguntas que me hacen a menudo.
La
primera: ¿El Cuento de la criada es
una novela feminista? Si eso quiere decir un tratado ideológico en el que todas
las mujeres son ángeles y/o están victimizadas en tal medida que han perdido la
capacidad de elegir moralmente, no. Si quiere decir una novela en la que las
mujeres son seres humanos -con toda la variedad de personalidades y
comportamientos que eso implica- y además son interesantes y lo que les ocurre
es crucial para el asunto, la estructura y la trama del libro… Entonces sí. En
ese sentido, muchos libros son “feministas”.
¿Por
qué son interesantes e importantes? Porque en la vida real las mujeres son
interesantes e importantes. No son un subproducto de la naturaleza, no
representan un papel secundario en el destino de la humanidad, y eso lo han
sabido todas las sociedades. Sin mujeres capaces de dar a luz, la población
humana se extinguiría. Por eso las violaciones masivas y el asesinato de
mujeres, chicas y niñas ha sido una característica común de las guerras
genocidas, o de cualquier acción destinada a someter y explotar a una población.
Mata a sus hijos y pon en su lugar a los tuyos, como hacen los gatos; obliga a
las mujeres a tener hijos que luego no pueden permitirse criar, o hijos que
luego les robarás para tus intereses personales; niños robados un motivo cuyo
uso generalizado se remonta a tiempos lejanos. El control de las mujeres y sus
descendientes ha sido la piedra de toque de todo régimen represivo de este
planeta. Napoleón y su “carne de cañón”, la esclavitud y la mercancía humana,
una práctica eternamente renovada: ambas encajan aquí. A quienes promueven la
maternidad forzada habría que preguntarles: Cui
bono? ¿A quién beneficia? A veces a un sector, a veces a otro. Nunca a
nadie.
La
segunda pregunta que me plantean con frecuencia: ¿El Cuento de la criada es una novela en contra de la religión? De
nuevo, depende de lo que se quiera decir. Ciertamente, un grupo de hombres
autoritarios se hacen con el control y tratan de instaurar de nuevo una versión
extrema del patriarcado, en la que las mujeres -como a los esclavos americanos
del siglo diecinueve- se les prohíbe leer. Aun más, no pueden tener ningún
control sobre el dinero, ni trabajar fuera de casa, no como algunas mujeres de
la Biblia. El régimen usa símbolos bíblicos, como haría sin la menor duda
cualquier régimen autoritario que se instaurase en Estados Unidos: no serían
comunistas, ni mulsumanes.
Las
vestiduras recatadas que llevan las mujeres en Gilead proceden de la
iconografía religiosa occidental: las Esposas llevan el azul de la pureza, de
la Virgen María; las Criadas van de rojo por la sangre del alumbramiento, pero
también por María Magdalena. Además, el rojo es más fácil de ver si te da por
huir. Las esposas de los hombres que ocupan lugares inferiores en la escala
social se llaman Econoesposas y llevan trajes de rayas. He de confesar que las
tocas que esconden los rostros de las criadas proceden no solo de los trajes de
la época victoriana y de los hábitos de las monjas, sino también del diseño de
los detergentes de la marca Old Dutch Cleanser de los cuarenta, en los que
aparecía una mujer con el rostro oculto y que de niña me aterrorizaba. Muchos
regímenes totalitarios han recurrido a la ropa -tanto prohibiendo unas prendas,
como obligando a usar otras- para identificar y controlar a las personas
-pensemos en las estrellas amarillas, y en el morado de los romanos[1]-,
y en muchos casos se han escudado en la religión para gobernar. Así resulta
mucho más fácil señalar a los herejes.
De
modo que el libro no está en contra de la religión. Está en contra del uso de
la religión como fachada para la tiranía: son cosas bien distintas.
¿El cuento de la criada es una
predicción? Es la tercera pregunta que suelen hacerme, cada vez más a menudo, a
medida que ciertas fuerzas de la sociedad norteamericana se hacen con el poder
y aprueban decretos que incorporan lo que siempre habían dicho que querían
hacer, incluso en 1984, cuando yo empezaba a escribir la novela. No, no es una
predicción porque predecir el futuro, en realidad, no es posible: hay
demasiadas variables y posibilidades imprevisibles. Digamos que es una
antipredicción: si este futuro se puede describir de manera detallada, tal vez
no llegue a ocurrir. Pero tampoco podemos confiar demasiado en esa idea
bienintencionada.
El cuento de la criada se nutrió de muchas facetas
distintas: ejecuciones grupales, leyes suntuarias, quema de libros, el programa
Lebensborn de las SS[2]
y el robo de niños en Argentina por parte de los generales, la historia de la
esclavitud, la historia de la poligamia en Estados Unidos… la lista es larga.
Pero
queda una forma literaria de la que no he hecho mención todavía: la literatura
testimonial. Defred registra su historia como buenamente puede; luego la
esconde, con la confianza de que, con el paso de los años, la descubra algún
ser libre, capaz de entenderla y compartirla. Es un acto de esperanza: toda
historia registrada presupone un futuro lector. Robinson Crusoe llevaba un
diario. Lo mismo hacía Samuel Pepys y registró en él el Gran Incendio de
Londres. También muchos de los que vivieron en la época de la Peste Negra,
aunque a menudo sus relatos tienen un final abrupto. También Roméo Dallaire,
que dejó testimonio del genocidio en Ruanda y, al mismo tiempo, de la
indiferencia que le deparó el mundo. También Ana Frank, escondida en el desván.
El
relato de Defred tiene dos grupos de lectores: el que aparece al final del
libro, en una convención académica del futuro, que goza de libertad para leer,
pero no siempre resulta tan empático como uno quisiera; y el formado por los
lectores individuales de la novela en cualquier época. Ese es el lector “real”,
ese “querido lector” al que se dirigen todos los escritores. Y muchos queridos
lectores se convertirán, a su vez, en escritores. Así empezamos todos los que
escribimos: leyendo. Oíamos la voz de un libro que nos hablaba.
Tras
las recientes elecciones en Estados Unidos, proliferan los miedos y las
ansiedades. Se da la percepción de que las libertades civiles básicas están en
peligro, junto con muchos de los derechos conquistados por las mujeres a lo
largo de las últimas décadas, así como en los siglos pasados. En este clima de
división, en el que parece estar al alza la proyección del odio contra muchos
grupos, al tiempo que los extremistas de toda denominación manifiestan su
desprecio a las instituciones democráticas, contamos con la certeza de que, en
algún lugar, alguien -mucha gente, me atrevería a decir- está tomando nota de
todo lo que ocurre a partir de su propia experiencia. O quizá lo recuerden y lo
anoten más adelante, si pueden.
¿Quedarán
ocultos y reprimidos sus mensajes? ¿Aparecerán, siglos después, en una casa
vieja, al otro lado del muro?
Mantengamos
la esperanza de que no lleguemos a eso. Yo confío en que no ocurra.
[1] En Roma “… la valoración social y
económica de los tejidos teñidos de rojo (púrpura, sobre todo) llegó a ser tan
elevada que su uso adquirió amplias cotas de expansión tanto en la vida privada
como en la militar. Las togas y túnicas de los patricios, decoradas con bandas
púrpura, eran consideradas un signo externo de elegancia […] Durante los
reinados de Calígula y Nerón se restringió el uso del color púrpura para el uso
del emperador y su familia. Los ricos más vulgares favorecieron tonos de
colores chillones tales como los recién introducidos: cerasinus, rojo brillante
de color cereza”. Fuente: Blog Arte Historia Estudios. Recuperado de:
http://artehistoriaestudios.blogspot.com/2011/06/vestimenta-romana.html
[Nota de la transcriptora].
[2] “Lebensborn (alemán para «fuente de vida») fue una organización creada en la
Alemania nazi por el líder de la SS Heinrich Himmler como Lebensborn
Eingetragener Verein o Asociación Registrada Lebensborn. Su objetivo era
expandir la raza aria, la cual debía convertirse en la nueva raza de Europa.
Esta organización proveía de hogares de maternidad y asistencia financiera a
las esposas de los miembros de las SS y a madres solteras; asimismo,
administraba orfanatos y programas para dar en adopción a los niños. Inicialmente,
el programa servía como institución de asistencia social para esposas de
oficiales de las SS. La organización dirigía instalaciones, primordialmente
casas de maternidad, donde las mujeres pudieran dar a luz o recibir ayuda sobre
cuestiones familiares […]. El programa aceptaba a mujeres solteras que
estuviesen embarazadas o que ya hubiesen dado a luz y estuviesen necesitadas de
ayuda, proveyéndosela en tanto la madre como el padre del niño se considerasen
racialmente valiosos. Cuando no se trataba de miembros de las SS, los padres y
madres de los niños eran normalmente examinados por médicos de las SS antes de
ser admitidos. Solo las mujeres de cabello rubio, de ojos azules, sin defectos
genéticos y con ciertas medidas físicas específicas podían ser aceptadas en el
programa”. Fuente:
Wikipedia- Recuperado de: https://es.wikipedia.org/wiki/Lebensborn
[Nota de la transcriptora]
Muchas gracias Marlon y Karla por compartirnos este artículo. Definitivamente es muy aclaratorio para poner en contexto la historia que, de por sí, al menos personalmente, me ha costado entrarle y ubicarla. Haciendo a un lado las complicaciones que traen en sí mismos los temas que aborda el libro, me parece que Margaret Atwood ha sido honesta en la forma de traspasar la información. Me gusta cierta transparencia que se logra rescatar de su manera de escribir tanto el artículo como el libro.
ResponderEliminarA ver si nos logran contar algo de cómo han sido las discusiones durante las reuniones en las que lamentablemente no he podido estar. Me interesa mucho saber, por ejemplo, cuáles son los temas en los que más se ha profundizado.
Saludos amigos y nos vemos mañana sin falta!!! abrazos.